Por: Andres Garrido
El cadáver de Maximiliano es llevado al Palacio de Gobierno, hoy Archivo Histórico del Estado. Esta casona que había sido construida en el siglo XVIII por la familia Septién Castillo, fue rentada en junio de 1867 por el comandante militar de la plaza, Julio María Cervantes, para convertirla en palacio gubernamental, y al saber que era probable la visita a Querétaro del presidente Juárez en los próximos días se apresuró a arreglarla. Diré que se trataba esta acción de que nadie pudiera ver la famosa fiambre imperial, por lo que fue depositada en el cuartito ubicado a la derecha del entresuelo, subiendo la escalera principal del edificio en mención. No se permitiría el paso a nadie.
Hasta el 1 de julio de 1867 se sabe en Europa del fusilamiento de Maximiliano llenando de luto las cortes y de remordimiento a Napoleón III y a su frívola esposa Eugenia de Montijo. El papa católico Pío IX celebró las honras fúnebres del archiduque asistiendo “in throno” para pedir por el alma del ajusticiado, cuyo cuerpo (ficción jurídica del derecho canónico) presente fue incensado y rociado pomposamente. Cuando los liberales queretanos se enteraron de este acontecimiento respondieron indignados en La Sombra de Arteaga: “¿Cuándo el Santo padre celebrará honras por el descanso de tantos que fueron víctimas del imperio?
Se tiene noticia cierta el 4 de julio de 1867 de que al día siguiente (5 de julio) llegará a la ciudad de Querétaro Benito Juárez (la primera en su camino a México) y el gobierno local acelera los preparativos. Se han adquirido nuevos muebles para la habitación de él y para las de sus acompañantes, pues se piensa que se quedará una o dos noches en el flamante nuevo palacio de gobierno.
La ruta que seguirá el patricio oaxaqueño es Santa Rosa Jáuregui, San Pablo, San Gregorio, Cerro de Las Campanas, ribera del Río hasta el Puente Grande o de El Marqués, vuelta a la derecha por calle de El Puente, Miraflores, El Tesoro, La Alhóndiga y llegada a la esquina del Portal de Carmelitas con calle de El Hospital (actuales Juárez y Madero) donde se le había construido un arco floral. De allí será llevado a su alojamiento. Todos los vecinos debían de adornar el frente de sus casas.
El día viernes 5 de julio por la tarde está la ciudad en espera del hombre de Guelatao y en esa vigilia cae un fuerte aguacero a eso de las diecisiete horas, duró mucho tiempo y empapó a todos pero no acabó con el entusiasmo de un pueblo voluble que lo mismo recibía a gritos y sombrerazos a un monarca cuatro meses antes y ahora daba la bienvenida a un sobrio republicano con las venas hinchadas de sangre zapoteca.
Al fin llegó a San Pablo Querétaro el inteligente indio de San Pablo Guelatao, alrededor de las nueve de la noche, desde cuya garita y hasta el palacio del gobierno estatal no dejó de recibir vítores recordando su triste paso del 4 de junio de 1863 rumbo a Guanajuato llevando como equipaje solamente su famoso carruaje, su levita, la Constitución de 1857 y el Archivo de la Nación, o el ya lejano viaje del 15 de enero de 1858 al iniciar la guerra de Reforma y en el que se alojó en la humilde casa del general Arteaga, el cual vivía en los anexos del ahora (1867) palacio departamental (desde 1981 palacio de Gobierno) en la calle de Guadalupe 3 (hoy Pasteur). En medio de farolas y “gallos” de los diferentes barrios citadinos, se le condujo a la sala principal donde departió con lo más selecto de la sociedad queretana, ochenta personas en total, contando a Escobedo y a sus oficiales de más alto rango, a los miembros del Club José María Arteaga, a Julio María Cervantes, quien se quedaría con la gubernatura de Querétaro y le cerraría el paso para siempre al gran jurista cadereytense, Ezequiel Montes Ledesma, que todos los puestos importantes ocupó, menos el más anhelado por él: el de gobernar su tierra. Dentro de los triunfales discursos que se dieron esa noche, destaco el de Luciano Frías y Soto por hacer la defensa de esta prócer ciudad ante Juárez y sus ministros Lerdo e Iglesias, pues mucho se hablaba de desintegrar al Estado de Querétaro en una próxima reforma constitucional. Su hermano Eleuterio va más allá y dice: “…Querétaro no es la ciudad traidora. Es la ciudad víctima de la traición. No es la ciudad maldita sino la que lanza su anatema a sus opresores…Querétaro tiene la honra de ser la tumba del pretendido imperio”. Después de esto pasan a degustar un sencillo y severo banquete amenizado por una banda militar.
Aprovechando Escobedo que ya no hay visitas indiscretas, aborda al presidente y le da pormenores graves del Sitio, cuando de pronto la charla se encamina en torno al asunto de Tomás Mejía. “Pero hay otro secreto que sí me pertenece porque es mío y puedo comunicarlo a usted: yo quise salvar a Mejía; le ofrecí la vida porque le debía atenciones y grandes favores” dijo Escobedo, a lo que Juárez preguntó: “¿Y qué contestó?”, “Me preguntó cuál sería la suerte de Maximiliano, y como en mis palabras advirtiera la verdad, me dijo terminantemente que no aceptaba nada y que correría la suerte de sus compañeros de infortunio” respondió a su vez el neoleonés. Ante esta verdad, el patricio del sur quedó pensativo y sólo atinó a decir lacónico: “Era indio y era leal”. La casa de gobierno estatal se ha convertido por una noche y dos días en Palacio Nacional y por ello lo guarda una imponente fuerza militar. A fuerza de voluntad, un adolescente queretano de apreciable familia, descendiente del primer gobernador constitucional del Estado, ha logrado que lo dejen quedarse a dormir cerca del presidente al que tanto admiraba; su nombre era José María
Diez Marina, al que acompaña el mayordomo de la hacienda de Miranda, un tal Terrazas. Ya el patricio y sus ministros duermen a profundidad porque dentro de unas pocas horas continuará su camino a México de donde salió en 1863. Quiero agregar que el programa elaborado con anterioridad a la visita no fue cumplido por los problemas que se atravesaron en el camino del futuro benemérito y que por tal causa llegó retrasado a la prócer ciudad. Simplemente cuento que salieron cincuenta carruajes de la capital potosina y por lo accidentado del viaje llegó a Querétaro sólo una pequeña comitiva acompañando al impasible y pétreo Juárez.
Apenas despuntaba el alba de ese 6 de julio y ya está en pie el zapoteca refrescándose en el corredor de la casona gubernamental. Es visto por el gobernador Cervantes, quien lo alcanza en compañía de Lerdo de Tejada, el mayordomo Terrazas que los alumbra con un farol y el joven Diez Marina, dirigiéndose los cinco al descanso de la escalera principal para luego introducirse a una pequeña estancia donde se haya un largo ataúd que reposa sobre cuatro bancos de madera. Todos se acercan y, como la tapa de la caja fúnebre está levantada, contemplan la mortaja del que un día soñó heredar el trono de Moctezuma. Se acerca un poco más el presidente Juárez, alumbrado por el poblano coronel Cervantes, y puede observar durante diez minutos el rostro que refleja la rigidez cadavérica, el embalsamamiento deficiente y uno de los ojos de vidrio azul desviado. Ni una sola palabra se pronuncia. Salen del oscuro cuarto los tres próceres y Diez Marina y Terrazas cierran caja y habitación, mientras que el patricio se dirige nuevamente a sus habitaciones a tomar un frugal desayuno, tal y como su espartana forma de vida se lo dictaba. A las ocho de la mañana es despedido por Cervantes –a quien ese 6 de julio se le oficializa su cargo de gobernador del Estado de Querétaro Arteaga- en medio de una guardia de honor a su investidura.
Samuel Basch contempla impotente por la Calle Real el paso del carruaje presidencial: no lo dejaron acercarse a Juárez para pedirle la devolución del cadáver de su antiguo jefe. El 15 de julio llegará el jefe de la nación a la Ciudad de México desde donde pronunciará para el mundo su inmortal apotegma: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.” Quizá el presidente no quiso permanecer mucho tiempo en Querétaro para no ser molestado por los familiares y amigos de los prisioneros que todavía estaban en la ciudad y para los cuales pedían libertad, como fue el caso de varias señoras que lo abordaron para solicitarle clemencia para con Severo del Castillo. El 9 de septiembre de aquel año de 1867, el gobierno juarista decidió trasladar el cuerpo de Maximiliano de este Palacio de Gobierno de Querétaro a la Ciudad de México.
* Doctor en derecho y Cronista de Querétaro