“Todos somos hijos de Pedro Páramo”
Juan Rulfo
Por: Juan Diego González
Un gruñido entre las sombras, la mirada profunda de unos ojos amarillos, una carrera y ladridos que me atraviesan. El perro se estrella en la cerca de alambre pero sigue ladrando y babeado, como para decirme: “la próxima serás mío”.
Todavía no sé con certeza si me molesta mi propio miedo o la inutilidad de esos ladridos atrapados detrás de la cerca. Quizá el miedo radica en mi recuerdo de niñez, aquellas terribles noches, cuando algún animal de ultratumba gruñía y rasgaba las paredes de madera de la casa. Lo sentía restregar su cuerpo en las tablas, el crujir de la madera ante el embate de sus garras. Me cubría la cabeza con la cobija y rezaba, sólo rezaba hasta que aquel animal se retiraba envuelto en aullidos. No lo sé de cierto.
La figura del perro es una parte ineludible de la historia misma de la humanidad. Por su cotidianidad en nuestras vidas, por su compañía, su amistad es (y ha sido) motivo de arte y admiración en todas las culturas, pinturas, esculturas, dibujos, fotos, poemas y por supuesto, canciones. Acaso de las más populares en la tradición moderna de México sea el corrido “El perro negro” de José Alfredo Jiménez. ¿Quién no ha escuchado y cantado, por lo menos una vez en su vida esta canción? “Al otro lado del puente/ de La Piedad, Michoacán,/ vivía Gilberto el valiente/ nacido en Apatzingán,/ siempre con un perro negro,/ que era su noble guardián”.
Por años, he disfrutado de esta pieza musical. (Aclaro solamente que mi favorita es “Las botas de charro”). ¿Cuántos, quizá 40? El punto de esta digresión es que de pronto, hace unos días, fue como si la escuchara por primera vez. La estrofa: “Quería vivir con la Lupe,/ la novia de Don Julián,/ hombre de mucho dinero,/ acostumbrado a mandar…” me hizo concentrarme en la figura del cacique, del hacendado en la época porfiriana. También el verso Quería vivir con la Lupe resalta por su carga intencional.
Y la pregunta ¿Quién es la Lupe? ¿Por qué no Guadalupe o Lupita? ¿Ella le correspondía? Quizá esta mujer no era una novia formal del hacendado, más bien una especie de amante. ¿Entonces?.
Volvamos los pasos y retomemos a Don Julián, el cacique. Hernán Cortés utiliza este vocablo para designar a quienes él entendía como dirigentes o gobernantes.
En sus “Cartas de Relación” lo menciona en diversos momentos. Por ejemplo, en la Primera, antes de su llegada a Yucatán, desembarca en una isla y “manda llamar a todos los principales de la dicha isla, los cuales venieron.
Y venidos, holgaron mucho de todo lo que el dicho capitán Hernando Cortés había hablado a aquel cacique, señor de la isla…” A partir de aquí, cacique es todo aquel que ostenta un nivel de gobierno o liderazgo. Para Cortés era parte de su estrategia conocer a los dirigentes.
La palabra cacique se suma entonces al español americano y empieza a evolucionar, porque además de su denotación de facultad de mando, las connotaciones provocadas por el feudalismo como herencia cultural propia de Cortés, hizo que se asumieran los derechos y potestades de los señores feudales europeos, como el Ius prima noctis (derecho de pernada), el cual adjudicaba al dueño de las tierras, el derecho legítimo de pasar la noche con la recién casada, es decir, que si una joven virgen pretendía casarse dentro de sus propiedades, el novio debía pedir permiso para hacerlo.
El pago era que la muchacha pasaría la noche en la cama del señor feudal. En el caso de la Conquista en México, hay suficientes testimonios y crónicas al respecto de este hecho, cuando Cortés reparte tierras y títulos a los sobrevivientes españoles de su aventura, tras la caída de Tenochtitlán.
Para el siglo XIX, el cacique como definición propia del hacendado, se resume en la figura de Porfirio Díaz, paseando a caballo en Chapultepec. Recordemos incluso que en su gobierno permitió y promovió la esclavitud de indígenas. En el caso de los yaquis, se vendían a 3 pesos los varones y 1.20 las mujeres, que luego eran enviados a las haciendas henequeneras a Yucatán.
Ya para este tiempo, para una mujer indígena tener tratos amorosos con el patrón, con el “señor”, podía resultar benéfico si el niño nacía con los ojos verdes o azules y piel blanca. El abuso de siglos no permitía a las mujeres ver las cosas de otra manera.
En la literatura, el icono del cacique “acostumbrado a mandar” es sin duda, Pedro Páramo. La novela de Juan Rulfo que de una y varias formas, es el crisol del mexicano, es un punto de identificación entre el español conquistador y el indígena conquistado, es la dualidad manifiesta en la mexicanidad que se grita cada 15 de septiembre.
Si un extranjero quiere conocer México, la lectura obligada es est a novela. Si un mexicano quiere saber quién es o qué es ser mexicano, encontrará sus respuestas de camino a Comala o en las puertas de La Media Luna.
“Él ya sabía de Gilberto/ y lo pensaba matar./ Un día que no estaba el perro/ llegó buscando al rival;/ Gilberto estaba dormido…/ Ya no volvió a despertar”.
El cacique es dueño de vidas y tierras, puede disponer, hacer y deshacer. Su pensamiento se vuelve al mismo tiempo acción.
En la dinámica del ejercicio del poder, el poder se concibe a sí mismo como “acto puro” (Kant lo resume en ese concepto, es decir, si puede ser pensando, entonces puede ser real). Don Gilberto pensó matar a su rival y lo hizo. Sin remordimientos. El poder se justifica a sí mismo.
“En eso se oyó un aullido…” ya sabemos cómo termina Don Julián. Lo extraordinario en la propuesta poética josealfrediana (si se me permite el concepto), es el instrumento de justicia ante el acto cobarde del cacique. El perro es la herramienta de los dioses para equilibrar el derramamiento de sangre inocente. Estar enamorado no fue el delito de Gilberto. Más bien fue de quién.
No es que el cacique amara a la Lupe. Ella era su propiedad, su juguete, su objeto decorativo y éste muerto de hambre “quería vivir” con ella. La frase debe entenderse en su dimensión cultural. Una boda implicaba dos cosas: un gasto que Gilberto, al parecer no podía costear; y en segunda, pedir permiso al patrón, al “señor” Don Julián. La salida obvia es en definitiva “la ley del monte”, simplemente vivir juntos, que el amor basta.
“El perro negro”, si lo vemos desde la perspectiva histórica o antropológica, es una canción que se vuelve un principio de identidad de lo mexicano. Su popularidad es precisamente este sustrato resonando en el espíritu de quien la escucha, y al asumirse como parte de lo mexicano, inevitablemente, empieza a cantarla.
* Docente y autor