Por: Francisco Tomàs Gonzalez Cabañas
“¿Cuántos inocentes no hemos descubierto que fueron castigados hasta sin culpa de los jueces y cuántos más que no descubrimos? …Es fuerza ejecutar males particulares a quien quiere obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas pequeñas a quien pretende hacer justicia en las grandes; que la justicia humana se formó o modeló con la medicina, según la cual todo cuanto es útil, es al par justo y honrado: y me recuerda también lo que dicen los estoicos, o sea que la naturaleza misma procede contra la justicia en la mayor parte de sus obras; y lo que sientan los cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las costumbres y las leyes son la que forman la justicia; y lo que afirman los teodorianos, quiénes para el filósofo encuentran justo el latrocinio, el sacrilegio y toda suerte de lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos.
La cosa es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y jamás me presentaré, en cuanto de mi dependa, ante ningún hombre que decida de mi cabeza, donde mi honor y mi vida penden del cuidado e industria de mi procurador, más que de mi inocencia” (Montaigne, M. “Ensayos Escogidos”.Pág. 381. Editorial Vuelta. 1997. México).
Buscamos, más allá de toda cuestión teleológica o ulterior, cierta redención, cierta exculpación, expiación, desentendimiento o irresponsabilidad (desde cualquiera de estos términos que partamos para un análisis u otras acepciones que se nos ocurran, podríamos desandar artículos que prioricen otros aspectos o variantes de análisis) antes que nada, o por sobre todo, lo que buscamos es desentendernos de la vida, de la existencia, y cómo no podemos hacerlo del todo (en tal caso ya lo e xpreso Camus con aquello que todo trata de responder sí tiene o no sentido vivir la vida), lo hacemos en parcialmente, cada tanto, casi como sesgo, automatizado, que seguidamente nos recuerda ese condicionamiento de origen. Somos pero nunca quisimos ser, nos arrogamos el derecho de no haber sido consultados ante lo inevitable.
Cuando arrecian las dudas o lo no deseado, nos sobreviene esa noción, casi natural de que nosotros no tenemos nada que ver con nada. En verdad, no queremos saber, ni menos sentir, de nuestro sufrimiento. La existencia de dioses, corona lo que no podemos explicar racionalmente, mediante la fe, nos cegamos a no explicarnos nada, para que el sentido de lo incierto, del cruel vacío al que estamos expuestos, no nos duela.
El problema que llegamos a tener en tal instancia con nuestra realidad, o con nuestra conciencia lo zanjamos, yéndonos por la zanja del dogma. Esta es la explicación de porqué las religiones poseen muchos más adeptos que los practicantes o los entusiastas de la filosofía. Y sí bien, académicamente se podrá alegar que ambas no son excluyentes, en la vida fuera del púlpito, sí.
Encontramos la justicia, que es ni más ni menos que el remedio ante la enfermedad de un conflicto, de una aporía, de una pregunta que puede aceptar más de una respuesta válida, otorgándonos la inocencia, a la que en occidente, la hemos transformado en un principio jurídico que reina en la mayoría de las sociedades en donde se presume ante cualquier acusación de que somos inocentes. Esta es la prueba cabal, que en verdad, es una consecución de lo que creemos ontológicamente.
Esta cuestión que la forjamos en el ámbito de la metafísica, la trasladamos a la filosofía jurídica, de la teoría a la normativa. De la idea, de la conciencia, de la relación con lo ajeno, a la interdependencia, al trato con el otro, mediante nuestra inocencia sagrada, que fue forjada desde lo simbólico, con matanzas de infantes sacrificados por una de las primeras persecuciones políticas, que luego se transformó en una cuestión religiosa.
Tal como ocurrió con la condena a muerte de Sócrates, que luego se convirtió en una cuestión ética.
Pero la inocencia, más que nos valga, nos sirve, nos exime de nuestra responsabilidad de ser nosotros mismos, para que sigamos viviendo en el mundo plagado, hipertrofiado, atestado de inequidades, en donde debería actuar un supuesto sentido de justicia, que obviamente no tenemos ni deseamos tener. Ser inocentes, antes que nada, como definición ontológica, como resguardo moral, como garantía religiosa ante lo temporal y como sujetos de derecho en lo social, nos blinda ante el mundo ajeno, extraño, ese que bajo estadísticas, nos indica que cada vez más millones tienen nada, o casi nada para comer.
Y a partir de esto mismo, las explicaciones, para argumentar nuestra inocencia, es lo que nos hace seres integrados a este sistema, al que después le diremos, hipócritamente que no estamos de acuerdo con él, por más que formemos parte de su cúspide, o que al menos, no estemos en su base aterida de hambre.
Es más fácil, ser en este mundo, a partir de la inocencia. De lo contrario, tendríamos que actuarcomo para compensar las inequidades, o ir en búsqueda de hacer justicia, de equilibrar la balanza, llegando a una instancia superadora a la definición de Ulpiano, dado que habría que dar lo que corresponda a cada uno, pero con recursos agotables y escasos.
Es preferible ser inocentes, antes que justicieros. La inocencia es el velo de protección que nos brinda la sensación hipostasiada de creer que es posible lo imposible de la libertad, de la igualdad, del gobierno de las mayorías mediante la representatividad legitima y de las razones económicas que harán un sistema de bienestar universal en donde nunca la mentira pase a ser la verdad, o que no podamos negar que se plantee en viceversa por ese principio que hasta lo que no pretenda ser incluido o se niegue, se incluya.
La inocencia es el valor que conseguimos blandir, para descartar una argumentación que nos llega sin que la pidamos, una información que proviene y que no estaba en los planes para difundirla, es invertir la carga de la prueba, de ese irreverente que proponiéndonos lo contrario nos quiere sacar del espacio de confort, que lo justificamos con el habla, con la oxidación de las validaciones de instituciones educativas, que autorizan a que algunos vestidos de toga, nos digan quiénes serán los culpables, y que antes de tanto tiempo otorgado, para eliminarlo, lo hacemos ipso facto, aduciendo nuestra inocencia, para borrar lo que nos ha llegado y que nos dice que somos encantadoramente inocentes, de cómo a diario se nos mueren delante nuestro, hermanos penetrados por la barbarie del hambre; para no vivir con semejante culpabilidad, por la falta de arrojo y valentía como para ir por justicia, en su sentido lato, nos quedamos en el páramo de la inocencia, borrando un correo electrónico, o no publicándolo, en nombre de excusas pueriles, vergonzosas, que nos reafirman en nuestra hipócrita y falaz inocencia, cómplice de tanta muerte y escarnio.
* Autor y filosofo argentino