Por: Faustino López Osuna
Hará cosa de una semana, una hermosa gata, de enorme inteligencia, que un año atrás traje al puerto desde Aguacaliente de Gárate, empezó a ponerse triste y a dejar de comer. La llevé al veterinario, quien, después de valorarla y tomarle la temperatura, le inyectó antibiótico y vitaminas. Sin embargo, pese a regresarla dos días al tratamiento, continuó no sólo inapetente, sino que dejó de tomar agua. Con esa mortificación andaba, cuando, desde antes de antier, al enterarme por el periodista Cayetano Osuna Rodríguez que Manlio Tirado había sufrido una caída en su casa en El Rosario, me embargó la pesadumbre, pues, aunque se mantenía asombrosamente lúcido, el hecho de andar bordando los ochenta años y padecer de mareos los últimos diez, con una exigua alimentación (sobrevivía, para vergüenza de muchos sinaloenses bien nacidos, con una pensión del IMSS de apenas 2,700 pesos mensuales), su accidente hogareño, para mí, era muy grave, pues se le había roto el auricular que, para superar la sordera, mantenía en su oído derecho, lo que indicaba, lamentablemente, que había recibido, de ese lado, un mal golpe en la cabeza. (Sin proponérmelo, recordé, con incómodo presentimiento, que lo mismo le había sucedido a José Emilio Pacheco).
Por la mañana de antier me lancé a El Rosario y la señora que cuidaba la casa me informó que habían llevado a Manlio a la clínica local del IMSS. Cuando me despedí de ella, al darle mi nombre me dijo que estando aún lúcido, Manlio lo repetía, lo que me apesadumbró más todavía. Luego, me comunicaron que lo estaban trasladando a la clínica del Seguro Social de Mazatlán. Cuando enfilé para allá, recibí llamada telefónica de Cayetano, diciéndome que iban en camino al puerto. Por la tarde localicé a Manlio en el pasillo, sí, en el pasillo de Urgencias, en un ambiente opaco parecido a las escenas del cine realista italiano, donde un primo hermano de él le sostenía la mascarilla de oxígeno.
Se mantenía en un sueño profundo, entrecortándosele la respiración, cosa que me alarmó. Sin ser especialista, por el agobiante modo de respirar, presentí que lo más seguro se encontraba en estado de coma. Llegó una compañera de él del periódico Noroeste, para saber de su estado y si estaba siendo atendido. Me retiré. Hice varias llamadas telefónicas avisando a amigos comunes. Al mismo tiempo, empecé a vivir una situación hasta cierto punto extraña: desde el día anterior del accidente de Manlio, desapareció la gata. El veterinario me había recomendado que yo mismo le diera, con cuidado, suero oral, porque estaba muy deshidratada. Esa noche preparé todo. Todavía la vi frente al plato del agua, tan débil que apenas se sostenía, semidormida. Pero cuando menos esperé, ya no la encontré. Este hecho y la difícil respiración del destacado rosarense, me llevaron a recordar supersticiones en el pueblo, en las que se afirma que la muerte de un gato es de mala suerte. Al anochecer, Cayetano me llamó para notificarme el fallecimiento de Manlio. La noticia me devastó. Llamé a amigos de El Rosario, por quienes supe que en su última visita al puerto a renovar su pasaporte, había pescado un fuerte resfriado. El descuido y su debilidad, generaron su caída física. También me enteré que en la valoración médica se le había diagnosticado pulmonía, lo que indicaba que lo de la caída solamente había cerrado el círculo fatal de su existencia.
Inevitablemente, los recuerdos de Manlio, sin lógica cronológica, me invadieron. Lo conocí en la década de los años 60 en el Distrito Federal, cuando editaba La Voz de México, el periódico del Partido Comunista Mexicano que presidía el respetado mocoritense Arnoldo Martínez Verdugo (sin registro, en la clandestinidad). Se enlazó con los dirigentes estudiantiles sinaloenses en el Instituto Politécnico Nacional. Lo recuerdo en una librería por la calle Independencia, cerca de Balderas, en el centro, donde se vendía mucha literatura de la Academia de Ciencias de la URSS. Frecuentamos con amigos el café La Habana donde compartíamos la mesa con Juan de la Cabada y nos intercambiábamos libros, como Así se templó el acero, Los árboles mueren de pie, Reportaje al pie de la horca (Julius Fusick), La madre y toda aquella literatura casi militante, que nos acicateaba el sentimiento romántico e idealista. Estaba al día en todo lo de la Revolución Cubana, Vietnam y Centroamérica. Anduvo por Moscú. Al triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua, supimos que su hermano Víctor Manuel se había incorporado a la guerrilla y formaba parte, como Comandante, del nuevo gobierno. Allá se trasladó Manlio y cubrió para importantes periódicos mexicanos la epopeya nicaragüense. Casi de manera natural, con el tiempo terminamos amigos de Dámaso Murúa. Al paso de los años, Dámaso, su esposa, Manlio y yo, comíamos en la casa de Aguacaliente de Gárate, donde le llamaron la atención tres árboles de clavellinas en el patio, aún sin florecer. En reciprocidad, nos volvíamos a reunir para comer en la casa de Dámaso en el puerto. Hermosas charlas interminables. Dámaso mantuvo con los dos, durante largo tiempo, correspondencia, hasta que dejó de escribirnos (supimos, con tristeza, que por problemas de salud). Algo de lo que nunca platicamos con el autor de El Güilo Mentiras, fue sobre su hermano que también se había ido a las guerrillas centroamericanas casi al mismo tiempo que Víctor Manuel, pero que nunca regresó y jamás se volvió a saber de él. Radicado ya en Mazatlán, incorporado a la Redacción y como articulista de Noroeste, cuando estuve al frente del Muso de Arte de Mazatlán, Manlio promovió que esporádicamente desayunáramos los domingos frente a Olas Altas con el también colaborador de Noroeste, Ernesto Hernández Norzagaray. Las charlas se enriquecieron. Igual se hablaba de la situación política en España que de varios países latinoamericanos. Coincidentemente, Ernesto, con su encantadora esposa Lorena (plena de vida), sugirió, a su vez, que comiéramos con Manlio en la casa del pueblo. Años atrás, Manlio escribió varios libros sobre tópicos políticos y sociales de actualidad, sobre la rebeldía de los estudiantes, aún después del Movimiento Estudiantil de 1968, en un reportaje sobre el 10 de junio. Escribió igualmente sobre el “fenómeno Fox” (yo le expresé que compartía la opinión de Octavio Paz en El Ogro Filantrópico, donde advierte que no sabía cuánto tiempo el pueblo mexicano resistiría sin el PRI en el gobierno). La vasta cultura de Manlio y sus investigaciones, lo convertían en un periodista respetable. Reconozco que en más de alguna ocasión lo consulté sobre un dato, lo mismo que hago con otro gran periodista sinaloense, Francisco Chiquete Cristerna, a quien agradezco, como a él, su generosidad y su profesionalismo.
En estos momentos difíciles, recuerdo también que desde una ocasión en que participé, hacia 1966, diciendo mis poemas en un acto político de apoyo a la Revolución Cubana en el Teatro de los Insurgentes de la ciudad de México, Manlio dio en llamarme poeta. Nadie más me llamaba así. En dicho evento nos encontramos con Ríus, cuya amistad cultivamos ambos toda la vida.
Cuando empezó a mostrar un enorme deterioro general, no recuerdo si hacia 2010, persuadí a Manlio a regresar a Nicaragua, cerca de su hermano, el Comandante Víctor Manuel Tirado, para que no estuviera tan solo aquí. Regresó a Managua. Manteníamos contacto por internet. Estando él en la tierra de Rubén Darío, no se enteró que, desgraciadamente, la esposa de Hernández Norzagaray, Lorena (que siempre le tuvo estimación, admiración y respeto), sufrió un espantoso accidente en carretera que la invalidó por el resto de su vida. Poco tiempo después, sin previo aviso, Manlio regresó a México, enfrascándose en poner en orden su pensión del Seguro Social, yéndose a vivir (o a refugiar) en la casa que fue de sus padres, en El Rosario, misma que, para evitar que la perdiera la familia, la compró su cuñada nicaragüense, también de nombre Lorena como nuestra querida amiga ahora inválida. Ahí, en El Rosario, pasó sus últimos años en el más estremecedor abandono y la más conmovedora pobreza. Cayetano Osuna, que honró su amistad hasta el final, le facilitaba una casa en Mazatlán, cuando por varios días tenía que ir al puerto. En repetidas ocasiones yo lo movilizaba. Gustaba de ir a comprar la revista Letras Libres y visitar, cerca de la plazuela Machado, la librería El Caracol. Igualmente, haciéndome acompañar por algún amigo, algunas veces lo visitaba en la Ciudad Asilo y lo llevaba a donde él deseara. Preocupado por mirarlo tan acabado, Ernesto Hernández Norzagaray, exponiéndose a su rechazo, le obsequió una dotación de un complemento alimenticio. La señora que cuidaba la casa, me confió, antier, que era lo único con que se alimentaba los últimos días.
Con los arrestos de su espíritu de investigador, en su última visita al puerto Manlio me externó que quería arreglar lo de su pasaporte, porque pretendía radicar un tiempo en Estados Unidos, para estudiar el “fenómeno Trump” y su repercusión en las masas norteamericanas. Un día antes de su último regreso a El Rosario, después de comprar Letras Libres (admiraba el trabajo de Enrique Krauze y de Héctor Aguilar Camín), lo llevé a un café en el malecón, para que viera el mar, le dije. Ahí se encontró con un paisano suyo muy estimado por él, el Ing. Mecánico Naval Iván Hubbard Rentería, con quien charló entusiasmado, evocando, ambos, sus días juveniles en su pueblo. Ya no volví a verlo ni a saber de él hasta la alarmante llamada de Cayetano.
Regresando la mirada a su mundo familiar, Manlio fue el mayor de tres hermanos (Víctor Manuel el segundo y Froylán el menor). Se casó y tuvo un hijo único, que falleció muy joven: Ramón Pablo (nombre de su padre, Ramón Tirado Tiznado), quien le dio un nieto: Víctor Ramón (nombres de su tío y su bisabuelo). La madre de Manlio fue doña María del Rosario López, también rosarense.
Hombre probo de toda probidad, con la más acendrada dignidad, Manlio, soñador de un mundo más justo para los más débiles, no se merecía la circunstancia que le arrebató, inmisericorde, la vida. Como mínimo homenaje a su memoria, pienso que le viene bien el final sentido y pleno de melancolía, con que cierra, con generosidad y grandeza, Gabriel García Márquez, su novela El General en su Laberinto, narrando la muerte de Simón Bolívar, el Libertador, con una belleza literaria que únicamente había alcanzado en el final de Cien Años de Soledad. Otro homenaje permanente sería que manos generosas recopilaran sus columnas de prensa, así como sus entrevistas y reportajes periodísticos, y se publicaran. Antier, día en que falleció Manlio, encontramos muerta a la pobre gata perdida, en un registro en la banqueta frente a la casa, al que accidentalmente cayó debido a su debilidad, la noche que desapareció. Igualmente, en el patio de la casa de Aguacaliente de Gárate, uno de los tres árboles por los que alguna vez preguntó Manlio, dio su primera clavellina roja de primavera.
(Cierta vez le platiqué a Manlio que Violeta Parra, la inmortal cantautora chilena que tanto admiraba, le había compuesto una hermosa cueca a la clavellina).
El pasado domingo 19 de marzo, al tiempo en que era velado en El Rosario, dos rosarenses distinguidos, César Vargas y Enrique Hubbard, lo homenajearon en Culiacán, en un programa de Radio Universidad. El mismo domingo, Manlio Jaime Tirado López, su nombre completo, fue sepultado en la cripta donde reposan sus padres, en el panteón municipal de El Rosario, Sinaloa.
Lo extrañaremos siempre.
Descanse en paz.
* Economista y compositor