Por: Sylvia Teresa Manríquez
Oye, me dijo mi hijo, ¿ya supiste que se murió Alberto el vecino? ¿Cuándo que no me di cuenta? Fue mi respuesta.
El vecino falleció y yo me enteré dos días después. Reflexiono en los días de infancia, cuando el barrio era comunidad. Ese acercamiento que sin invadir nos hacía sentir unidos, sensibles a la que sucedía en casa de los vecinos, prestos a ayudar en lo que se requiriera. Aquel tiempo en que el delito y el crimen no nos habían arrebato las calles y cuando niñas y niños podíamos jugar en la banqueta, en la calle, sin temor. Recordé también cuando dormíamos en el patio de la casa porque nos sabíamos seguros, nadie amenazaba nuestra integridad. Eso es el barrio. Vecinos y vecinas que se organizan y se dan cuenta cuando alguien está enfermo, solo o necesitado, lo mismo que cuando hay boda, bautizo o graduaciones.
El barrio es esa unidad que da seguridad para exponer, exigir y defenderse. No identifico el momento exacto en que, por lo menos yo, lo perdí. Cuándo dejé de darle los buenos días a la vecina porque salía muy apurada al trabajo, tanto que no supe que su esposo murió. Por eso escuchar a Carlos Sánchez cuando habla sobre las historias de su libro “La ciudad de soul” me hace reflexionar en ese valor de fraternidad que tiene el barrio y que mis hijos ya no conocieron. Carlos dice que hace rato que se viene empecinando en contar la vida de los otros, que quizá es como la necesidad de rendir un tributo a esas personalidades del barrio, que cumplieron su ciclo, desaparecieron de forma trágica, cruel, a veces en el anonimato o en el olvido.
Y es que no es fácil hablar de la vida cuando se creció en un barrio bravo. Curiosamente es aquí donde se potencializa la camaradería, ese tipo de hermandad que se refuerza en el reconocimiento de las mismas necesidades: comer, amar, sobrevivir. Ese barrio en el que, como dice Carlos, se abre la puerta de la casa para platicar, o para dar oportunidad de bañarse o lavar la ropa, cuando no se tiene donde pasar la noche; donde alguien se quita el bocado para dárselo a su perro, esos personajes del barrio que tristemente cobran dimensión cuando se mueren, como mi vecino Alberto. De las nuevas generaciones pocas personas valoran esta especie de hermandad, no la conocen, pocos han disfrutado la cascarita de futbol, jugar a la cuerda, la bebeleche o la matatena. Saludar por las mañanas o al atardecer, compartir la comida del día con los vecinos nomás por gusto, o pedirles un poco de azúcar cuando la de casa se terminó.
Menciono estos detalles para señalar que en esta falta de atención, perdemos mucho más que el simple saludo. Estamos perdiendo los lazos que nos dan fuerza y unidad a la hora de defendernos de la inseguridad de la que nos quejamos casi a diario. En el Diccionario del Español de México, de El Colegio de México, dice que el barrio es la zona de una ciudad, delimitada por su ubicación geográfica, por alguna característica de la gente que vive en ella, por alguna peculiaridad suya o por su historia, por ejemplo barrio de la Ley 57, El Mariachi, La Olivares, el Centro, Las Pilas o Los Altares. La historia del barrio nos da identidad, identificación, fuerza y unidad. Al identificarnos podremos entender las problemáticas comunes que como ciudadanos enfrentamos. Podremos establecer diálogo con las autoridades de mejor forma, plantear y exigir ante injusticias y necesidades a veces tan elementales como calles alumbradas y atención policiaca oportuna, sensible y eficaz. Si no nos identificamos como barrio, colonia o ciudadanos con problemas y añoranzas comunes, nos iremos sumiendo cada vez más en el mar violento del desamor al prójimo, del desinterés por los problemas del otro que al final de cuentas son los mismos de todos y todas.
* Autora y productora de Radio Sonora