Por: Faustino López Osuna
Desde que irrumpió la Revolución Cubana en la Tierra a finales de 1950 y principios de 1960, el Pequeño Larousse Ilustrado incluyó, en la segunda parte consagrada a la Historia, la Geografía, las Ciencias y las Artes, a Fidel Castro Ruz (1927-2016): “Abogado y político cubano que, desterrado durante el gobierno de (Fulgencio) Batista, desembarcó en la provincia de Oriente (1956) y se estableció en la Sierra Maestra con sus partidarios del Movimiento 26 de Julio, desencadenando una lucha de guerrillas que concluyó con el derrocamiento de Batista el primero de enero de 1959. Nombrado primer ministro, instauró un régimen socialista. En 1976 fue designado Jefe del Estado y del Partido (Comunista Cubano)”.
Junto con Vladimir Ilich Ulianof Lenin y Mao Tse-Tung, formó la trilogía de los líderes de las más importantes Revoluciones marxistas en el siglo XX y constituyeron el intento más extraordinario y sublime de sus pueblos por cambiar el injusto destino de la humanidad, modificando de raíz la estructura económica del capitalismo histórico, aboliendo la propiedad privada de los medios de producción social. Sin embargo, no obstante los inmensos sacrificios en sangre e infelicidad que pagaron por alcanzarlo, finalmente fueron derrotados por el capitalismo mundial.
Idealistas románticos los ha habido desde tiempos inmemoriales. Seres que sueñan con un mundo superior para los humanos. El que da origen a nuestra Era, Cristo, lo fue. San Agustín, socialista utópico, también. Benjamín Franklin luchando hasta abolir el esclavismo, igualmente. Pedro José Proudhon con sus teorías socialistas sobre la propiedad (“la propiedad es un robo”), lo mismo. Carlos Marx (“proletarios de todo los países, uníos”), igual. Mahatma Gandhi y su poderoso principio de la no violencia, del mismo modo. Y Lenin. Y Mao. Y, hasta hoy, finalmente, Fidel Castro, el último romántico.
El calificativo de romántico, aunque estrictamente significa sentimental, generoso y fantástico, de ninguna forma se hace peyorativamente. Viene al caso, en virtud de que, aunque los últimos revolucionarios mencionados buscaban construir el socialismo científico, partían del convencimiento de que se podía abolir la explotación del hombre por el hombre en la tierra, hoy por hoy una inalcanzable utopía, palabra griega que significa “un lugar que no existe”, país imaginario inventado por el inglés Tomás Moro para dar título a uno de sus libros. “Concepción imaginaria de un gobierno ideal”. Socialismo utópico, dice el diccionario, es “doctrina socialista sistemática y abstracta (por oposición a socialismo científico)”. Pese al sufrimiento que engendra, ha terminado por aceptarse como natural, normal, la explotación del hombre por el hombre. (El hombre es el lobo del hombre, advirtió San Agustín). Y contra esa aceptación se estrella cualquier concepción material o científica del mundo. Aunque no nos satisfagan, los resultados están a la vista.
Por mi parte, cuando iniciaba mis estudios de Economía en el Instituto Politécnico Nacional, respondiendo a las circunstancias históricas prevalecientes, tuve la honrosa oportunidad de conocer personalmente al comandante Fidel Castro, durante una visita académica a La Habana, cumpliendo con el Plan de Estudios de la escuela (de Prácticas y Visitas), en 1963, junto con los demás compañeros de grupo, invitados por la Federación de Estudiantes de la Universidad de La Habana. El día del viaje a la isla, se conmemoraba el Cuarto Aniversario de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Para ello, estaba convocado un mitin en la Plaza de la Revolución (José Martí) teniendo como único orador a Fidel (al que el pueblo llamaba cariñosamente “Caballo”).
Desde el aeropuerto, sonorizado, y durante el trayecto a la ciudad, por la radio se sabía, segundo a segundo, lo que pasaba en la enorme Plaza de la Revolución. Y allá llegamos. Y formamos parte del inmensísimo universo humano (cosa de dos millones de cubanos) ahí reunido, bailando, cantando, vitoreando, sin desmayo. Cuando arribó Castro retumbaba el piso de la plaza. Habló durante casi cuatro horas de corrido. Abordaba problemas que planteaba el pueblo y sometía a aprobación lo explicado. (Años después nos enteramos con profunda emoción que en esa Plaza leyó Fidel Castro la carta de despedida de Ernesto “Che” Guevara y que con él había llorado todo Cuba). Los 15 días de estancia resultaron inolvidables.
Durante nuestras visitas a fábricas, laboratorios y campos para el sembradío de caña, se nos trasladaba en “guaguas” (autobuses urbanos de pasajeros). Nos integramos a brigadas de trabajo voluntario. Conocimos la mansión, retirada de La Habana, del multimillonario norteamericano Dupont (pinturas Dupont), con sótanos acondicionados con nichos para orgías sexuales y de drogas, para sus invitados de Nueva York, que en frecuentes fines de semana (antes de la Revolución) arribaban en aviones fletados para ese fin. Asistimos a una “asamblea de depuración de nematelmintos” (parásitos) en el Paraninfo de la Universidad, presidida personalmente por el presidente de la República, Osvaldo Dorticós Torrado, en la que, como un Circo Romano, se acusaba públicamente de manera repugnante a quienes se sospechaba que habían sido informantes de los esbirros de Batista durante la Revolución, teniendo como regla que ni la acusación fuera un asesinato ni la autocrítica un haraquiri.
Algo triste, lastimoso. La mayoría del grupo nos retiramos, arrepentidos de haber asistido a algo que era un asunto interno de los cubanos (argumenté yo). Y continuamos nuestro programa. Casi al final del mismo, se nos informó que si queríamos platicar personalmente con el “Caballo”, lo podíamos abordar a las 11 de la noche en la Universidad, a donde acudía a diario. (Desde el triunfo de la Revolución, la Universidad no cerraba; cubría tres turnos, para que concluyeran sus estudios quienes habían desertado para incorporarse a la lucha guerrillera).
Así lo hicimos. Aguardamos a que Castro arribara en un coche con sus escoltas de seguridad. Ya estaba informado que lo esperábamos. Descendió saludándonos a todos de mano, preguntándonos cómo nos sentíamos. Entre otros aspectos, quiso saber en cuántos años se cursaba la carrera de Economía en el Politécnico. Le respondimos que en cinco. ¿Y en la UNAM?, volvió a preguntar.
También en cinco, le informamos. Siguieron preguntas y respuestas de cortesía, mientras él manipulaba la antena del radio de su coche. En eso, por descuido, la rompió. “Ya te la arreglé, chico”, le dijo Fidel a su escolta, emparejándose instantáneamente otro automóvil de su seguridad que lo acompañaba. Nos agradeció nuestra visita, deseándonos que regresáramos con bien y que volviéramos cuantas veces quisiéramos a Cuba. Al tiempo supimos por nuestro guía cubano, apellidado Cuervo, que antes de la Revolución no existía la carrera de Economía en la Universidad, pero que ya se había establecido, con duración de cinco años.
Fue así como conocí a Fidel Castro y conversé en grupo con él, un día del año 1963, cuando cursaba el segundo de Economía en el IPN. Descanse en Paz.
*Economista y Compositor