Por: Nicolás Avilés González
La mañana en Culiacán era tibia, el rugir de los automotores aún no era ensordecedor, permitía escuchar el trino de las aves que posaban en los árboles, las flores estaban plenas de roció, me invadió una sensación de espiritualidad.
Apenas había salido de casa para realizar mis actividades cotidianas, quería empezar temprano en lo que prometía ser un excelente día.
Súbitamente todo cambió, escuché varias detonaciones que sonaron cerca de donde me encontraba, mis músculos se tensaron y apareció un vuelco en mi corazón que se preparó para la huida.
Lo metálico del sonido llamó poderosamente mi atención, tanto que jaló mi cara hacia el sitio de procedencia, al hacerlo alcancé a distinguir un auto compacto de color rojo que se alejaba vertiginosamente de mi casa, llevando en su interior a varios mozalbetes que reían y gritaban festejando su fechoría.
Siempre había escuchado que cuando un proyectil penetra la carne se siente caliente, aparece humedad y al poco tiempo viene el dolor.
Me incorporé del lugar donde me guarecí con el fin de evitar ser lesionado, fue hasta entonces que sentí que algo taladró como una puñalada el lado izquierdo de mi espalda, quizá lo percibí porque aflojé el cuerpo, enseguida llegó una sensación de humedad que impregnó el lino de mi camisa.
La reacción natural e inmediata, de esta clase de catástrofes es comprobar si el proyectil vulneró nuestra humanidad; toqué el sitio de impacto y sentí húmeda la tela ¡Me dieron! pensé, bajé rápidamente mis brazos para examinar el contenido de mis dedos y lo que miraron mis ojos me llenó de confusión ¡el líquido era de color rosa mexicano! me regresó el dolor del omóplato. Entonces comprendí que estaba a salvo, ¡era Gotcha!, fue como volver a nacer.
*Medico y autor