Por: Juan Ramón Manjarrez Peñuelas
En un lugar de La Nanchi de cuyo nombre si me puedo acordar ocurrió lo que ahora cuento en esta imprecisa historia del San Ignacio de los 60 y en la que algo, seguramente habrá de verdad.
La negrura celeste empezó como a las tres de la tarde: “es una culebra de agua la que se nos va a venir encima”, dijo El Bulliringues en un tono de preocupación y con un lenguaje corporal de miedo escalofriante.
La tarde fue paulatinamente enrareciéndose, poniéndose de una oscuridad metálica poco visto por los Ignacianos. Si acaso alguna noticia lejana del cordonazo de San Francisco o el remoto recuerdo del día en que las tenanchis de Ajoya sacaron a San Jerónimo a pasearlo por las milpas para que lloviera. Y esa vez llovió siete días con sus siete noches consecutivas, hasta que algunas casas empezaron a derrumbarse como mantequilla y la tierra de los adobes se fue dispersando en un hilillo rojo como barro líquido.
Hubo necesidad entonces de mandar a un propio hasta Ajoya para que les prestaran el Santo y pasearlo, esta vez, por las calle de San Ignacio, para que pusiera fin al diluvio. Ese recuerdo, aunque aparentemente olvidado, fue lo que llevó a El Bulliringue a sentir ese extraño temblequeo que lo asustó aún más.
La lluvia llegó por el lado de la huerta de los mangos y empezó a caer como grandes cortinas de cristal recortado, luego se empezó a escuchar el zumbido del aire que azotaba con furia las puertas y ventanas del Salón de baile y las del billar de la Nanchi.
Como a las seis de la tarde, entre mangas de agua y el vendaval arreciando apareció por la calle casi corriendo el policía Faustino Vega Meza, ataviado con un impermeable gris y la moscova protegida con una bolsa de plástico que tenía publicidad de las Puertas Verdes, pitando y gritando la alerta de la inminente llegada de un ciclón de proporciones apocalípticas, noticia que él mismo había escuchado en el radio de banda corta que don José Blancarte utilizaba para sincronizar la hora del reloj de la torre de la iglesia con el meridiano de Greenwich.
Poco a poco la voz y el silbato de Faustino se fueron confundiendo con silbido del aire y su figura se fue diluyendo por la bajada del callejón del Sacrificio y en el tropel de agua que corría por las calles como una anaconda rumbo al río Piaxtla que ya amenazaba con desbordar su cauce.
Así estuvo el pueblo, sumergido en una tempestad y en una desolación pues sus habitantes no asomaban ni las orejas por ningún lado. Era como si fuera un pueblo fantasma cuyos moradores hubieran abandonado sus casas antes del meteoro.
A las once y media de la noche El Bullaringues notó que el ciclón estaba cediendo. Salió sigilosamente del sótano que utilizaba para mantener las barras de hielo cuando hacia bailes en el salón de La nanchi y cruzó el amplio patio y desamarró y empujo con fuerza la puerta del billar.
Ya adentro a tientas buscó una carrumaca que siempre mantenía lista para solo generar el chispazo que al instante encendía el gas que produce la piedra de carburo de calcio con el agua y el oxígeno del medio ambiente y se fue cerciorando de que ninguna de las dos mesas de billar se le había siquiera mojado.
Así se mantuvo en silencio como queriendo escuchar alguna voz que diera señales de vida. La calma que había antecedido al vendaval era increíblemente extraña y silenciosa, quitó una de las aldabas y abrió la puerta que deba a la calle y de un zanco alcanzo la banqueta y pudo sentir como el ambiente olía a aire de mar, como cuando iba llegando a Mazatlán.
Nuevamente la temblorina se apoderó de él y no podía identificar si el miedo era por sus constantes fallas en las prácticas de sus virtudes teologales o tenía que ver simplemente con la posibilidad de perder su patrimonio material. Se regresó al billar y atrancando con el aldabón nuevamente la puerta, permaneció allí susurrando una oración milagrosa que sus padres leían cuando había amenaza de que alguien de la familia podía morir.
Así estuvo como diez minutos cuando empezó a escuchar una voz que venía de la calle. Apagó la luz de la carrumaca y observó por el orificio de la cerradura de la puerta. Alcanzó a ver una mujer robusta vestida con un cotón colorido y estampado con grecas prehispánicas que llevaba sobre sus manos una bacinica blanca llena de cenizas de hornillas y empezó a dibujar en medio de la calle, muy cerca de dónde empieza la bajada del Sacrificio, una enorme cruz de ceniza.
Muy pronto El Bulliringues adaptó la visión de su ojo derecho sobre la cerradura y pudo darse cuenta que era la profesora Angelita Cárdenas, directora de la escuela primaria para para niñas, conocida por su excelso celo patriótico y su extraordinario conocimiento sobre la liturgia católica, quien con una devoción amplificada por temor al castigo divino había hecho aquella cruz sobre el empedrado de la calle.
Luego vio como se aventó de rodillas y empezó gritando, con los brazos extendidos hacia el cielo, una oración en busca de protección e indulgencia si era necesaria en esos momentos de tribulación y congoja.
__Padre nuestro que estas en el cielo mexicanos al grito de guerra, santificado sea tu nombre y retemble en su centros la tierra…
El Bulliringues, que era un hombre pacifico, incapaz de contradecir a nadie, pero en esa ocasión queriendo distraer el miedo que sentía buscó enmendar la plana a la profesora y ahuecando las manos sobre su boca y desde el anonimato que le garantizaba la obscuridad y estar detrás de la puerta del billar, le gritó engolando la voz: “eso no es una oración: es el himno nacional” “Es lo mismo mal agradecido”, respondió a bote pronto y con voz de mando, la directora “lo que vale es como ungí con ceniza a la tierra invocando misericordia y salvación”.
Para entonces ya había pasado el ojo de ciclón y nuevamente el agua y el viento arreciaron con furia sinigual en la negra y eterna noche en que San Ignacio fue golpeado por uno de los meteoros más fuertes de su historia.
* Lic. en Letras y Literatura Hispánicas, UAS