Por: Teodoso Navidad Salazar
Eran los días felices de secundaria. Habíamos dado el gran salto de la escuela primaria a ese nivel educativo. Para entonces muchas cosas cambiaron; nuestro físico, la voz, un maestro y libreta para cada materia y pupitre individual. Empezaba también la definición sexual y por supuesto, los primeros escarceos amorosos.
Nuestra formación continuó, gracias al apoyo de nuestros padres y maestros, en un ambiente de responsabilidad y valores. Sin dejar atrás los juegos despreocupados, sólo nos asaltaba la angustia al aproximarse los exámenes mensuales, semestrales o finales. Al llegar esos días deseábamos devorar apuntes, memorizar, fórmulas químicas y de resolución de problemas matemáticos; fechas, personajes de hechos históricos y literarios; respuestas que bajo presión del tiempo y el maestro, no aparecían en nuestra mente el día del examen.
Para ello teníamos la solución a la mano: el acordeón, que sacábamos con sumo cuidado. Vigilando que el maestro, no diera cuenta de nuestros apuros; otras veces preguntábamos al compañero cercano; atrás, al lado, adelante, buscando la respuesta que aumentara posibilidades de una mejor calificación.
Qué días aquellos. Terror para muchos en matemáticas; a fuerza de práctica, con o sin, razonamientos pasábamos la materia arrastrando “la cobija”; no todos por supuesto, los llamados cerebritos o macheteros, no tenían problemas; cada quien en lo suyo. Español o literatura (ya en tercer año), eran para unos, un suplicio; para otros, una delicia. Recordaré siempre a mi maestra de Geografía Física y Humana, Consuelo Rivas Sáinz y a Clementina Ledón Zamora (primero de español y literatura después).
A la distancia, creo que esta última, tuvo que ver en mis aproximaciones a la lectura. Textos obligados, con ella, fueron el Mío Cid (anónimo, 1200); Las desventuras del joven Werther (Johann Wolfgang von Goethe, 1774), Los Miserables (Víctor Hugo, 1862); Muerte en Venecia y Mario y el mago (Thomas Mann, 1912); Los bandidos de Río Frío (Manuel Paino, entre 1892-1893); Clemencia (1869) La Navidad en las Montañas (1871); El Zarco (obra póstuma), estas tres últimas de Ignacio Manuel Altamirano.
La novela que más atrajo mi atención, por ese tiempo, sin duda, fue Los miserables (Víctor Hugo). Entonces no sabía si por la forma en que nuestra maestra nos leía, o por su contenido; hoy sé que fueron ambas circunstancias. Todo aquello que en principio fue obligación, se convirtió puedo decir en una adicción, en el buen sentido de la palabra, que me fue muy útil en mis estudios normalistas.
Y se fueron aquellos días. Terminaron agobios y fueron otras preocupaciones, las que nos acompañaron. Trabajar y estudiar, sobre todo aquellos de familias numerosas cuyos padres no podían sostener nuestros estudios. Vino el salto a la preparatoria y los días de rebeldía en nuestros años universitarios, en desacuerdos por las injusticias en las que se desenvolvía (y se desenvuelve) el mundo.
Fueron días y años de constante lucha por sobresalir, por hacernos de una profesión: “haciendo camino al andar”. Atrás se fueron quedando los tiempos difíciles de infancia, adolescencia y primera juventud. Y los años pasaron; nuevas experiencias, una familia, otras responsabilidades y compromisos.
Otra vez nos observamos: nuestro físico cambió. Aparecieron canas y en algunos el pelo empezó a desaparecer o volverse más ralo. Después de los años de euforia, llegó el hablar mesurado, la reflexión en la toma de decisiones.
Los años fueron dejando su huella en el caminar, adaptación de lentes para leer o ver mejor, muchas cosas se dejaron de hacer porque ya no llamaron nuestra atención; hoy, son otras las preocupaciones; otros motivos y satisfacciones, otras obligaciones.
El frío paso de los años cambiantes, que también se llevaron consigo seres queridos; amigos cercanos, personas con las que convivimos de niños y en nuestra primera juventud; personas, amigos y familias que se han ido a otras latitudes.
Yo por mi parte, en inquieto soliloquio pregunto: dónde quedaron los años de la infancia, cuando mordía el frío a través de las rendijas de imaginarias paredes, de aquella que fue mi humilde cuna, donde el frío calaban a través de un remedo de chamarra; creo que hay nostalgia por mis huaraches de correas, hechos por las ásperas manos de mi padre.
Es, tal vez, la nostalgia por el salón de clases y maestros de mis primeras letras, que abrieron las alas de mis sueños infantiles; tal vez, nostalgia por las frías mañanas, sentados, mis hermanos y yo, en torno al fuego del pretil, donde mi madre cocinaba; fuego! la cobija de los pobres, sustituto de sacos y bufandas.
Dónde quedaron aquellas mañanas oscuras de diciembre, de chocolate y de tortillas inflamadas, salidas de las mágicas manos de mi madre; mañanas de las salsas de tomate, queso y los frijoles. Acaso, será la nostalgia por los juegos infantiles, nostalgia por los cuentos contados por mis padres, al calor del fuego de la hornilla?.
Será que hay nostalgia por los años disfrutados junto a mis hermanos en aquellas faenas tempraneras, hoy todos ellos con sendas diferentes.
Qué fue de aquella infancia ingenua; de aquellas tardes contempladas al lado de mi padre; de aquellas comidas, en las verdes siembras de su tierra. Tal vez sea la nostalgia que a mi ser invade y me cimbra todo; nostalgia por los que se fueron.
Qué fue de los amigos, de aquellos años derrochados; creo que sí; hay nostalgia por la ingenuidad de los años de fiebres juveniles. Nostalgia por las pescas en los benditos esteros, que mil veces mitigaron el hambre de esos años; hay nostalgia por las tardes lluviosas del verano.
Nostalgia por los cantos de pájaros nocturnos al regreso de mi lejana escuela. Los ecos de los tiempos idos, ya no responden, se despeñaron en un vacío sin final.
* La Promesa, Eldorado, Sinaloa, septiembre de 2016.
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