Por: Nicolás Avilés González
Hace treinta y cinco años estaba desplazándome desde Chihuahua capital hacia el Centro Médico Nacional, donde escogería una plaza de médico comunitario en el programa gubernamental denominado COPLAMAR. Mismo que se implementó en tiempos del presidente que juró defender el peso como un perro y terminó despojando a la gente de sus dólares pagàndoselos con billetes mexicanos que las màquinas producían a borbotones en la casa de moneda. La decisión fue a ojos cerrados ya que cuando llegué a seleccionar mi plaza sólo quedaban en los estados de Guerrero, Chiapas, Campeche, Quintana Roo, Yucatán; entonces decidí en Los Chorros, municipio de Chenalhò, Chiapas, en esos momentos esa comunidad no estaba en mi inventario mental.
Nacido en Sinaloa, a más de 2000 kilómetros de èstos pinares; sitios antípodas en muchos sentidos de nuestra geografía nacional y radicando ese gran estado del norte de nuestra república desde que llegué a realizar mi servicio social. La comunidad un viejo mineral denominado San Francisco del Oro, muy cerca de Parral y Santa Bárbara que entre los tres forman un triángulo de hierro, plata, oro y fluorita. Al terminarlo me dirigí a la capital del estado que lleva el mismo nombre, y como no encontré empleo de médico me inscribí en la División de Estudios Superiores de la Facultad de Administración una maestría en Administración de Hospitales. De ésta hermosa ciudad norteña salí rumbo al Centro Médico Nacional donde tomaría la plaza, y desde luego que ansiaba encontrar una cerca de Chihuahua, quería permanecer en el curso; no fue posible.
De pronto me vi montado en un autobús ADO rumbo a Tuxtla Gutiérrez donde recibiríamos una introducción, después de recibir la información y darnos recomendaciones, al día siguiente, en otro trasporte atravesé el Cañón del Sumidero; del cual me impresionaron los taludes que a través de miles de años cavó el rìo para dejar pasar ese enorme caudal de agua rumbo al mar. Me presenté temprano en el Instituto Nacional Indigenista (INI) de San Cristóbal de las casas; esa mañana era brumosa, la visión pobre y al fondo las montañas parecían gigantes que avanzaban de manera amenazantes hacia la plaza de armas.
Lo hermoso del lugar me sacó de aquella visión fantasmagórica, el ahora pueblo mágico me enamoró con su cantera rosa, con sus hermosos edificios coloniales, con lo elevado de las cúpulas de sus iglesias y el fantástico colorido de los trajes de los habitantes. El ambiente era embriagador, lástima que no fue mucho; lo bonito dura poco.
Horas después iba agarrado de pies y manos en la caja de una pick up que desafiando los baches, curvas y lo estrecho del camino rumbo a la comunidad avanzaba como si el chofer tuviera prisa, tanto como toro de monta amenazaba con lanzarnos fuera de sus lomos. No habíamos caminado mucho tiempo cuando apareció la iglesia de San Juan Chamula, después de muchas elevaciones y descensos llegamos a Chenhaló, de ahí todo fue complicado por lo tortuoso del camino para luego al descender una loma divisé una hondonada, por fin avistamos el sitio donde me desempeñaría como médico, era un caserío instalado de manera caprichosa entre las laderas de las montañas, tanto que desde lo lejos la comunidad parecía estar ubicada en un gran embudo. Al bajar la cuesta descubrí una gran ranura, un tajo que a través de muchos años formó un riachuelo de descendencia de las alturas y dividía a la comunidad en dos. El entorno eran pinos, bruma y desde luego que frìo; a un costado del pequeño rìo estaba la clínica.
La unidad donde permanecería al menos tres meses se distinguía fácilmente, se encontraba en una pequeña meseta que estaba en la ladera del agua. El resto de construcciones colgaban como nido de golondrinas a lado de los pinos en las laderas de los cerros.
Estas eran circulares, de palos rùsticos, muros de tablas, techo de palma o de juncia encima de la madera, el piso de tierra, no divisiones y al centro colgando del techo una olla casi descansando sobre unos trozos de leña que la mantiene siempre caliente para que no se enfrìe el Pozolt y desde luego que renegrida por las constantes hervidas; al lado un comal de cerámica soportado en hornillas de barro donde a diario cuesen tortillas que salen de las manos mágicas de las mujeres tzotziles. El menú es restringido, monótono pero les llena el estómago.
La clínica era diferente por los materiales con los que estaba construida, además contaba con patio, en el un mástil para hacer honores a la bandera.
Ahí nos esperaban varias personas, todos tzotziles, ataviados con una especie de zarape de lana negra, calzón de manta blanco, en sus pies, algunos portaban huaraches y la mayoría estaban descalzos. Las mujeres envueltas en un ropón de colores muy vistosos. Todos esperaban al médico. El Principal, mientras tanto, convocaba a la comunidad que no había llegado; lo hacía con un gran caracol del que se desprendía un sonido agudo, intenso, tanto que retumbada a lo lejos en los paredones de la sierra y luego se regresaba a la boca del hombre que soplaba el caparazón del molusco de donde había salido. Al compás de ese ruido poco a poco arribaban los lugareños que descendían por las laderas de los cerros atendiendo al llamado del caracol. La ceremonia de presentación del primer profesional de la medicina que llegaba a esta comunidad al menos en los últimos quinientos años. Todo era ininteligible para mí, la lengua tzotzil me sonaba extraña. Cabe aclarar que aunque no entendía aquellas palabras me sonaban dulce en mis oídos. Yo hablante de la lengua nacida en Castilla la Vieja, ellos con idioma nativo de las montañas de Chiapas imposible comunicarnos.
Me inundó de repente, una escena vista en alguna película de la conquista española. Ese fue el inicio, enseguida manos a la obra, consulté, con la ayuda de Luis N, que era mi enfermero, lo que vimos en aquellos días de las postrimerías de los setenta eran padecimientos propios de la pobreza, de la marginación y del abandono en la cual se encontraban sumidos esos mexicanos, a los cuales la justicia social los había olvidado. Mi traductor fue esencial para esta labor durante el tiempo que permanecí en esa comunidad de los altos de Chiapas. Unos meses después de haber llegado me enteré, a través de un periódico de circulación nacional el resultado positivo en el Examen de Residencia Médica para cursar mi especialidad, eso fue lo que me vino a sacar de aquella hondonada. Esa tarde llegó Luis desde San Cristóbal de las Casas con el diario entre sus manos, lo revisé cautelosamente y con gran alegría me percaté de la presencia del folio que correspondía a mi persona.
Morral al hombro, queso, agua y mis escasas pertenencias avanzamos bajo una lluvia helada que no dejó de caer durante toda la noche. La mañana siguiente, ya cerca de nuestro destino, subimos a una camioneta con rumbo a San Cristóbal, de aquí en camión de ruta hacia a Tuxtla y de nuevo a la gran Ciudad de México donde permanecería los próximos cuatro años. Aquella experiencia fue como un viaje a través del tiempo, sin embargo ayudó en mi preparación de médico y en la formación de mi personalidad. Fue una gran experiencia de vida. Me enseñó lo complejo que hacemos nuestra existencia los mestizos y de lo fácil que es vivir sin expectativas.
* Medico y autor