Por: Faustino López Osuna
Hay un dicho que dice que siempre se vuelve más oscuro cuando va a amanecer. Así ocurrió en Europa previo al advenimiento del azaroso descubrimiento del nuevo mundo. Carlos Fuentes, en “Terra Nostra” describe magistralmente la atmósfera que entonces prevalecía en la España medieval, como si todo lo hu-biera observado a través de la mirada prodigiosa de Velázquez (Diego Rodríguez de Silva y), el pintor más original y perfecto de la escuela española. Las luces y las sombras de aquellos días únicos, dan cuenta de una monarquía decadente y las más desorbitadas invenciones de la fantasía popular abundante en supercherías (del latín: superchieria), en tiempos de Felipe el Hermoso (1478-1506) y de Juana la Loca. Anuncios y sucesos extraños, parecían anticipos del fin del mundo: se llegó a correr el rumor en la Corte, que se había descubierto una barcaza naufragada y arrastrada por el mar hasta las playas españolas, tripulada por extraños seres venidos del otro lado del mar poniente. (Antes de la hazaña de Colón).
Cuando Cristóbal Colón fue dotado de las tres carabelas y avituallado para su viaje, comunicó a la reina Isabel que nadie se contrataba como remero por temor a precipitarse y desaparecer en el océano, como hasta en su santa ignorancia la misma iglesia católica propalaba. Isabel, que tenía más ingenio que varios hidalgos juntos, fue a las cárceles y en real arenga, ofreció a los peores reos (asesinos, ladrones, violadores) la libertad y el perdón de sus crímenes si se alistaban para el viaje del navegante genovés. Se arrebataron los remos. Tal ralea de lo peor fue lo primero que nos mandó España en la primera circunvalación a estas tierras. Pero Carlos Fuentes, en un inusitado giro en su maravillosa narrativa, da cuenta que también se hizo a la mar, secretamente, una cuarta carabela, que nadie vio, en la que se embarcaron todos los locos, artistas, poetas, científicos, soñadores y humanistas del pueblo español, como el Quijote, entre otros, quienes, contrarios a las atrocidades de los conquistadores asesinos, como las de Hernán Cortés y demás, vinieron a inculcar en los vencidos la rebeldía y la lucha por la libertad y la justicia humana.
Sabedor de la calidad de los tripulantes de los casi trirremes (galeras atenienses antiguas con tres ór-denes de remeros superpuestos), Colón, desconfiado por necesidad y por consejo de la reina Isabel, dormía en vigilia empuñando la daga protectora. Y más de una vez tuvo que echar mano de su no menos desbordada oratoria, para apaciguar los barruntos de motines que formaban los delincuentes, angustiados por no ver el fin de la travesía ni alcanzar a distinguir la tierra prometida del otro lado del mar en tiempo razonable. Noventa días ya en que aparecía y se ponía el sol y noventa noches, sufriendo de las propias supersticiones sobre la inminente aparición de enormes monstruos marinos que podían emerger en cualquier instante y devorar las embarcaciones con todo y sus ocupantes, los mantenían, sin sosiego alguno, en terror permanente.
Por alguna razón no esclarecida, Cristóbal Colón era un enajenado de la idea de que llegaría a las Indias. (Enajenación mental, locura, desvarío). Los elementos que tenía a la mano: la rosa de los vientos, los planos, la lectura de las estrellas, no lo convencían de la posibilidad de lo contrario. Jamás, en su más su-perlativa imaginación, pensó que en su trayecto se le atravesaría un Continente. La primera tripulación dio cuenta que cuando se le decía que no habían llegado al destino que suponía, ordenaba se les azotara. Y todos decidieron darle por su lado, para evitar el castigo. Y lo que asombra de la tozudez del Almirante, es que, como se da amplia cuenta, entre 1492 y 1502, hizo cuatro viajes y no parece que haya sido dado a festejar la novedad de las tierras por él descubiertas. Para su gloria (ya lo hemos dicho), fue su paisano, Américo Vespucio, quien expresó científicamente, en Italia, que Cristóbal Colón había descubierto un Continente nuevo.
El inmortal navegante contaba, igualmente, con perspicacia y astucia y algunos trucos y artes que le permitieron salir airoso en situaciones inéditas, como el caso, por lo demás muy poco conocido, de la ocasión en que, habiéndose quedado sin provisiones ni agua en su segundo viaje (1493) en Jamaica, Cristóbal Colón aprovechó su Almanach Perpétuum (de Abraham Zacuco), que pronosticaba un eclipse solar esa noche, para convencer a los nativos de proveerle víveres. De ese modo, espantando a los lugareños que lo consideraron un brujo poderoso, lo consiguió.
En ese prodigioso siglo de las luces en que nacieron los visionarios ya mencionados: Copérnico (1473), Maquiavelo (1469), Erasmo (1469), Lutero (1483) y el mismo Colón (1451), habría que agregar que también nacieron, en 1475, Miguel Ángel Buonarroti, pintor, escultor, arquitecto y poeta italiano y, en 1400, el alemán Juan Gensfleisch Gutenberg, inventor de la imprenta en 1440 e impresor, en 1455, de la célebre primera Biblia latina de 42 líneas. A partir de Colón (habrá que repetirlo), la Historia se convirtió en Antigua y Moderna. Pero la poderosa institución que era la iglesia católica, el verdadero poder detrás del trono (con sus oscuros cuerdos y sensatos), ante la imparable catarata de acontecimientos que trajo el conocimiento de la existencia de tierras y pueblos ignorados hasta por la Biblia, empezó a pagar la culpa de haber hecho creer de sus mentiras sobre la creación del universo incluso a todos los monarcas que ella misma legitimaba. Y éstos, engañados por siglos, generaron un movimiento religioso, la Reforma, que en la primera mitad del siglo XVI (1500) sustrajo a la obediencia de los papas una gran parte de Europa. Por eso Cervantes con toda contundencia hace exclamar al Quijote: “¡Con la Iglesia topamos, Sancho!”
* Economista y compositor