Por: Miguel Ángel Avilés
Hacía mucho tiempo que no viajaba en avión así rumbo a La Paz. Qué maravilla, me siento un ejecutivo de esos que visten elegante y llevan una cangurera y un maletín en el hombro como si partieran a cerrar el más grande negocio de su vida.
Desde que la línea Aerocalifornia dejó de operar, no quedaba más remedio que viajar en aerocalafia, esos taxis con cupo para unos catorce, quince pasajeros cuyo tamaño me hacía sentir que venía subido en un boiler o en un burro de planchar.
Todavía recuerdo cuando una vez cruzamos de Los Mochis a la península y un pasajero se tuvo que ir sentado en una hielera porque habían sobrevendido los boletos.
Recientemente por fin saltó al mercado una nueva compañía y Martha, mi amiga, profesional como siempre, me reservó en esa.
Aquí vengo; es un jet para cincuenta plazas en donde pudieran caber facilito unas tres avionetas de aerocalafia.
Apenas acaba de despegar y no tuve obstáculos o cobro extra por el equipaje; No obstantes, sólo viajo con una maleta que registré al llegar, un sombrero que llevo de regalo y una bolsita en la mano donde
traigo unas coyotas.
Una de las bellas edecanes anuncia allá en el frente que nos servirán no sé qué cosa de cortesía y yo cruzo los dedos, deseando que su carrito traiga una buena taza de café.
Vuelvo a La Paz como tantas otras veces; me acompañan, como siempre, un contraste de emociones. Porque ahí en esa casa ya no estamos completos, porque ahí, en esa misma casa, reunidos me esperan la gente que me quiere.
Acá, sin embargo, dejo otra parte de mí que me despide en el aeropuerto y que es lo más preciado de los frutos cosechados luego de tantos años de habitar en estas tierras. Pienso que la vida es como el vuelo de este avión: asciende, desciende, asciende, desciende.
Qué maravilla! Bendita sea la oportunidad que tiene uno de volar.
El sol viaja conmigo pegadito en la ventana Qué maravilla esta, ¡la de volar!
* Lic. en Derecho, escritor, premio del Libro Sonorense
y premio Cuidad de la Paz en crónica.