Por: América Pina Palacios
Aunque todos tenemos ocho bisabuelos, yo sólo conocí dos: papa Luis y mama Conchita; ellos fueron los papás de mi abuelita Julia, mamá de mi mamá y mi madre de crianza. Su casa se encontraba en la calle Guerrero, la principal de Iguala, porque conducía al mercado, a la iglesia, al zócalo y al Ayuntamiento, en ese orden.
Al frente tenía un cuarto muy grande, quizá de nueve metros a lo largo y cuatro a lo ancho, a la izquierda una gran entrada por la que circulaban: burros, caballos, mulas, vacas, cerdos y a veces los propietarios de los mismos; ahí los dejaban en guarda mientras en la espalda, transportaban sus mercancías para vender en el mercado. Por las noches, se llenaba de petates y camas de otates, era mesón donde pernoctaban quienes quizá no habían podido vender sus mercancías ese mismo día.
El portón, inmenso, quizá de cinco metros de altura y de ancho cuatro más, de gruesa madera, claveteado con clavos fabricados por el herrero de manera exclusiva; cuando se cerraba o abría, rechinaba gravemente, para mí, cantaba con voz de bajo o de barítono. A su vera, en un extremo, se ubicaba una piedra, en la que cada tarde se sentaba papa Luis a mirar transcurrir el tiempo y desfilar las muchachas; que a la pasadita le acariciaban la cara levantada hacia ella con admiración, zarandeando los vestidos esponjados por las crinolinas.
¡Ah! Si esa banqueta hablara, cuántos devaneos nos contaría. Papa Luis no era muy alto, delgadito, su cara alargada con un gran bigote que pocas veces arreglaba el peluquero, “ojos aceitunados, pestañas de terciopelo“ , así rezaba un recado que José “el brujo” había escrito a nombre de mama Conchita, cuando aún eran novios, con gran mortificación para ella. Los dominios de mama Conchita, se encontraban muy cerca del “cuarto grande” en una pequeña choza que funcionaba como cocina; ahí desde las 3 de la mañana podía sentirse el humo del fogón donde se prepararía el desayuno de los peones. En el piso de tierra, dormía la sirvientita en turno, que no tardaría en ser corrida por estar embarazada. Ninguna escapó de los asedios de papa Luis.
Yo recuerdo a mama Conchita con su cara deforme, había tenido una gran verruga en una mejilla, y para que su Luis no la viera fea, alguien le aconsejó que se atara una crin de caballo alrededor, así se secaría por falta de sangre, le dijeron. Quizá la falta de higiene, o el calor, produjeron una gran infección que le comió parte de la cara. Pero eso nunca nos importó, era tan grande su bondad, a las chiquillas y jovencitas cariñosamente nos decía: ¿Dónde irán a caer mis nubecitas?, pensando siempre en el futuro incierto de las mujeres.
Nunca sufrió malos tratos de don Luis, pero si sufrió mucho con sus infidelidades; el día que iba a pedirla en matrimonio, dejó a dos más con el patio barrido bajo el redondel de los mangos y tamarindos, esperando que fuera a pedirlas; mama Conchita se enteraba de todo, pero nunca reclamó, esa era la cruz que le había tocado.
Ella me inició en la lectura, tenía yo 5 años cuando me regaló “Las mil y una noches”, al verano siguiente fueron: “Genoveva de Bravante” y “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”. En ese tiempo no había librerías en el pueblo, en los corredores a un lado del zócalo, se ubicaban algunas personas que sobre un trozo de manta, exponían sus mercancías, y ahí me compraron mis primeros libros. ¡Qué felicidad! Volver cada verano y encontrarlos en el mismo sitio donde los dejé, esperando que mis manos volvieran a acariciarlos y mi mente volviera a llenarse de sus historias.
Al fondo del patio, estaba la “troje” donde se guardaba el maíz, ahí nos dejábamos caer desde la “boca” descolgándonos con una cuerda y nos hundíamos. ¿Quiénes? Mis tíos y yo, ellos no eran tan grandes aunque sí mayores. Vivían al fondo del patio, después de los bebederos del ganado, en una esquina donde había una construcción rústica, eran hijos del hermano de mi abuelita Julia, mi tío Amado.
He vuelto muchas veces al pueblo, paso por la casa de mis bisabuelos, pero ya no me reconoce, no sabe que soy la niña que dos veces por semana llevaba la ropa limpia a don Luis, almidonada y relumbrante, lavada por mi abuelita Julia a mano. Su puerta ya no tiene voz de barítono, ahora es fea, de lámina como cualquier puerta, y al fondo ya no hay caballos para pasearme en ellos, la han convertido en estacionamiento. ¡Dios mío! ¡Qué fea se ve! Y la gran piedra-asiento de la puerta ¿dónde la habrán tirado? Seguro que las muchachas extrañan la mirada deseosa de papa Luis.
Es mejor que no vuelva a pasar por ahí, no quiero llorar mirando que la casa de mis bisabuelos, hoy es desconocida para mí y están huyendo los recuerdos.
* Maestra jubilada, escritora e integrante del taller
“Después del café”.