“Mi compañero de comedor, el Rolando, de apetito insaciable, acometiendo todavía con hambre el plato de frijoles que para “Amarrar ” le habían servido generosamente, gritó a la Lupita, casada con un hijo de mi madrina, ayudante ese día en la cocina, y quien aun trajinaba lavando loza en el fregadero, -! Estos frijoles están acedos, Mujer!-, en tono de franco reclamo. La respuesta de antología, quedó para el anecdotario de quienes éramos parte del grupo estudiantil: -échale “salsa guacamaya”…- y se le quita lo acedo, muchacho repugnante-, fue la ágil respuesta.”
El Autor.
Por: Salvador Antonio Echeagaray Picos
En la narración anterior, les conté de aquella inolvidable maestra que nos impartió el quinto y sexto año de primaria en el “Centro Escolar Gral. Antonio L. Rosales”, en mis tiempos de estudiante “pata salada” Mazatleco. Del “Boy Gory”, el gorilita abusón del grupo que encelando enfermizamente a la mentora, trató de impedir la entrega de nuestra parte, de las rosas que significaban tan sólo la admiración que profesábamos a su gracia y belleza. …De mi amigo el Policía, que me permitió cortar las flores en la rosaleda de la Plazuela “La República” y quien era fiel compañero en mis eventuales asistencias a los conciertos de trinos y cantos que los cientos de pájaros plazueleros ofrecían a los paseantes en los luminosos atardeceres porteños.
… Brevemente mencioné a nuestra Casera Doña Guadalupe Aguayo. En esta colaboración, destaco que en ninguna de las Casas de Asistencia o Alojamiento que llevaba recorridas, se había llevado a cabo una entrevista con la intervención sólo de la dueña de la Pensión, el estudiante, sus padres o sus representantes. Recuerdo que en esa ocasión, en la junta celebrada a convocatoria de Doña Guadalupe, de entrada, se platicó ampliamente sobre el contenido del reglamento que debía honrarse por quienes integrábamos la Comunidad, con estricto rigor y con aplicación de lo que ahora se conoce como “tolerancia cero”. Recuerdo que Doña Lupe llevando la voz cantante, quiso saber y preguntó de todo. Como resultado y para no dar largas a los temas expuestos y puntualmente decididos en la referida audiencia, les confieso que de esa “encerrona” cumbre, a la cual asistió mi Madre Gertrudis, yo salí con las nalgas a disposición de la doña, y no fui el único, puedo asegurarlo. La verdad fue que Doña Guadalupe Aguayo, la dueña del Comedor- Alojamiento, con su característica bondad y eficiencia, instituyó un entorno de familiaridad entre ella y nosotros sus comensales, por lo que jamás me vi en peligro de ser corregido en “salvo sea la parte” dada en garantía, respecto de mi obligado comportamiento que debía ser respetuoso y comedido. En la colectividad estudiantil, que regía con “suave” mano dura Doña Lupe, concurrimos estudiantes oriundos de pueblos y rancherías de los vecinos municipios al Puerto, procedentes de: Cosala, San Ignacio, Elota, concordia, Rosario y Escuinapa y Mazatlán. En las pláticas de sobremesa, sobresalían las expresiones verbales “cantadas” con elcaracterístico “tono” de las distintas regiones sureñas ahí representadas, que “de volada”, identificaban el municipio del cual procedían los distintos matices de las voces que allí se escuchaban…
¡Arriba! los “chupapiedras”, gritaba en tono festivo el Chynoldo Millán, cada vez que intervenía en la plática el flaco Lizárraga, a quien llamábamos el “hijo predilecto” del Rosario, y quien era muy bien visto y popular entre la tropa, ya que cada vez que visitaba el rancho ganadero propiedad de sus padres, ubicado en la cercanía de la referida cabecera, nos traía a regalar exquisitos quesos y panelas. Al saludarlo siempre le preguntábamos ¿Cuándo vas a tu rancho Lizárraga?. Hubo otro estudiante que no sólo compartía el comedor, también alojamiento, en casa de Doña Lupe, el Carlos Gamboa, hijo de un prominente ganadero de la comunidad de el “Quemado”, Sindicatura de El Quelite, Municipio de Mazatlán. Le decíamos “Carlangas”, llevaba quesos, natas, panelas y requesón…pero a vender!, eso sí, a crédito y con facilidades de pago. El Lizárraga y el Gamboa eran los ricos de la Posada y aún siéndolo, se les trataba y comían lo mismo que todos los demás. Por supuesto que si no quedaban satisfechos en cuanto a la cantidad y calidad de la comida, tranquilamente abandonaban la mesa y se dirigían directo al mercado para disfrutar lo que sus bolsillos les permitía comprar, de lo cual presumían ante los “medianeros” y el resto que formábamos la pobrería del grupo comunitario. En estos eventos de prepotencia financiera, el Carlos seguido me “la pagaba”.
Déjenme platicarles de que manera:
A los dos nos gustaba practicar y jugar el beisbol en las ligas llaneras que el Municipio Mazatleco organizaba en los campos deportivos del famoso “Cagadazo”, el cual se ubicaba en una amplia
zona playera baldía que existía rumbo al norte, entre la carretera Culiacán-Mazatlán y la playa, por el rumbo donde quedaba la no menos célebre “Carpa Olivera”. En esos ayeres de nuestra primera juventud, jugábamos ambos el short- stop, éramos reconocidos como buenos bateadores y fino fildeo con brazos fuertes y educados para los tiros a la primera base, es decir y para abreviar, los managers que formaban los equipos previo al juego, nos consideraban “caballos” en el cuadro y por ello se peleaban por seleccionar a cualquiera de los dos.
Y a causa de que los dos practicábamos la misma posición, siempre jugábamos en equipos contrarios, así que hacíamos hasta lo imposible por jugar mejor que el otro, lo que al final del encuentro, se medía con el número de hits que cada quien había conectado, carreras impulsadas, el mayor número de asistencias en el fildeo, los errores, etc. de cada uno. Será que la historia se escribe generalmente por los vencedores…, que al Carlos Gamboa no le gustaba escribir, cuando menos en los años de convivencia escolar, y a mí, sí, cuando menos siempre me atreví a hacerlo, pero les pido que me crean cuando les digo que en varias ocasiones los mejores resultados, en cuanto al bateo, los obtuvo el que narra, no así en cuanto al fildeo, aceptando que el Carlangas tenía más facilidades que yo en cuanto a los desplazamientos laterales en esa posición de cuadro. Esto que afirmo, en cuanto al bateo, lo reconoció el propio Carlos en una pifia monumental que tuvo a los pocos días de nuestra competencia deportiva. Resulta que el rico adversario, en una plática de sobremesa, estando presentes varios compañeros que estuvieron como invitados especiales en el partido disputado el domingo anterior, y en el cual me lucí como nunca, conectando varios hits, y el Carlos, víctima el pobre de una mala racha, se fue en blanco, es decir no bateó ninguno por lo que al consumir el ultimo turno, “corajudo” como era, al ser “ponchado, estrelló el bat contra el home, haciéndolo astillas. Podía hacerlo…, toda vez que era el único jugador que usaba su propio bat que por cierto, nunca prestaba. El “Carlangas”, durante la conversación en tono de justificación y excusa, seguramente sin pensarlo, dijo:
– “Lo que pasó es que en esa semana durante los días previos al juego, me tomé en el Mercado los choco milks que acostumbro, sin huevos”…!
Las carcajadas de los presentes en la sobremesa, me parece escucharlas aún. Y ahí no acabó todo, ya que durante mucho tiempo, a mi adversario deportivo le llamaron no “Carlangas” como antes, sino Carlos el “Choco”, agregando enseguida una palabra ranchera que no me atrevo a escribir pero que tiene que ver con la falta de blanquillos que normalmente consumimos Usted y Yo en el desayuno. Se habló de la anécdota que comento por semanas, no sólo en la Casa de Asistencia; lo mismo sucedió en todo el barrio. Solidarios, mitoteros y vengativos que somos los “de abajo”, pues… Al terminar el ciclo escolar, cada quien agarraba para su pueblo o rancho, unos a descansar, otros a ocuparse en las distintas tareas agrícolas auxiliando a sus padres. Aquellos que habían reprobado materias tendrían que regresar a la secundaria después de de dos semanas para tomar los cursos de preparación, en la pretensión de acreditar la materia reprobada. El “Carlangas” fue un alumno inteligente, aprendía fácil, -sin necesidad de “matarse como otros”-, decía. Siempre fue un alumno destacado, es justo reconocerlo. Ese verano extendió Invitación con evidente propósito, a todos los que quisieran acompañarlo a disfrutar las instalaciones de la Hacienda de sus Padres, con la intención de congraciarse con la “palomilla” y ponerle fin al asunto que tenía que ver con el apodo endilgado a su persona, que tanta molestia le causaba. En verdad que se gozaba de la vida en esa Heredad… Cacería de conejos, palomas y codornices…paseos a caballo a lomo de finos ejemplares, pesca abundante en los hondables del rio que pasaba por las orillas del propio rancho…, y las mejores viandas que servían para el agasajo del más exigente paladar de los invitados… abundantemente…y todo de “a gratis”.
¿Acaso sus compañeros de Secundaria, agasajados a plenitud, al regreso de esas espléndidas vacaciones, le negarían “la gracia” del olvido al Carlos, para llamarlo en lo adelante, sólo “Carlangas”…, borrando para siempre en la plática coloquial la peregrina palabra “Choco”, al referirse a su persona? Debo reconocer que el Carlos, con todas las atenciones ofrecidas a sus invitados de manera personalizada, en los términos y circunstancias antes narradas, obtuvo el perdón total de la palomilla de forma unánime, a tal grado que empezó el ciclo escolar secundariano, creyéndose el nuevo líder del grupo. Así es la condición humana.
¿Yo?…agarré “La Tranvía” Tropical y viajé a mi pueblo San Javier, San Ignacio, donde me esperaban mis inolvidables abuelos maternos…, La Abuela Amalia, para “chiquiarme” con su exquisita cocina…El “Tata” Miguel, para llevarme a la “Milpa” y sumarme a mis Tíos Genaro y Emilio en las tareas de la siembra del maíz, frijol y las distintas variedades de calabazas…bajar pastoreando el ganado al cercano rio Piaxtla, en aquellas inolvidables jornadas en las que recorría los caminos de fresca arena suelta, con mis pies descalzos, silbando cualquier tonadilla de moda en esos lejanos ayeres…y a veces, montando a “lomo” al “Canelo”, un burro con “pelilla” que me había regalado el Abuelo. Por cierto que el “Canelo”, cada vez que me veía, sin importar el tiempo de ausencia, pegaba escandalosos rebuznos de puro contento.