“Compré las doce rosas rojas en la florería ubicada frente a la plazuela “Obregón” a un costado de la Iglesia Catedral de nuestra Señora del Rosario, le pedí a la florista, esperar breves minutos, desplazándome enseguida a la jardinera de la plazuela donde se cultivaban cientos de rosales, ahí corté delicadamente la flor que sería la número trece en el ramo que deposité por la tarde, sobre la tumba de mi inolvidable madrina, Doña Ramona Tolosa, viuda de Zazueta, mi segunda Madre”.
EL AUTOR.
Por: Salvador Antonio Echeagaray
Recientemente, Juan de Dios Aguirre, mi “Hermano”, no de sangre, sino de aquella que surge de la amistad recíproca, hizo el favor de enviar a mi correo electrónico, entre otros documentos, interesante relato de la autoría del ingeniero Arturo Murillo, relacionado justamente con las “Casas de asistencia”, cuyas cocinas “probó” en su carácter de estudiante en los diversos grados académicos que cursó en distintos Colegios y Tecnológicos de México y los EEUU.
Disfruté la Narración, lo reconozco. Su contenido me hizo recordar a las inolvidables mujeres que como “Matronas” de nuestro tiempo, tanto en el Puerto de Mazatlán, ciudad de México, como aquí mismo en Culiacán, me atendieron dispensándome en la mesa no sólo el “sagrado” y necesario alimento, también el afecto que prodigaron con generosidad, en mis diversas etapas como estudiante de Secundaria, Preparatoria, Profesional y Postgrado. Como era bastante “malito” para comer, nunca me preocupé ni sufrí por la calidad de la comida que servían en las diversas casas de asistencia que recorrí en mi índole de estudiante en tránsito frecuente, entre una ciudad y otra; por el contrario, me incomodaba dejar buena parte de la porción servida sobre el plato.
Con frecuencia resolví mi inapetencia engordando varios perros de casa, siempre atento a no ser sorprendido compartiendo la comida sobrante con los “Chuchos” de la familia, que naturalmente, me “movían la cola” y seguían mi humanidad por todas partes.
Cursé el quinto y sexto años de primaria en Mazatlán, en el Centro Escolar “General Antonio L. Rosales. Durante los años antes señalados, el grupo estuvo atendido en el aula, por la maestra cuyo nombre no recuerdo, quien era la esposa del enjuto Director del Plantel, de apellido Peinado, si mi memoria no me falla. Pero lo que es importante resaltar es que tenía ella, una belleza excepcional. La adorábamos, y desde luego, sin remedio, todos nos enamoramos de su hermoso rostro, su rubia cabellera, cintura… y de todo lo demás…
Recuerdo que al dar comienzo el quinto año, en un momento que estimé de romántica inspiración, pensando en la maestra, decidí cortar mi primera flor roja de cualquier rosal, de los cientos que se cultivaban en el jardín de la plazuela “República” por la cual pasaba todos los días rumbo a la Escuela.
Al día siguiente, temprano, sin que nadie lo advirtiera, sigiloso, coloqué la fresca y perfumada rosa sobre el florero vacío que se encontraba colocado sobre su escritorio. Inolvidable el “relajo” que mi sensible gesto despertó en el clásico grandulón del salón, el “líder” del grupo por decisión propia y sin oposición alguna, y quien por cierto, repetía una vez más, el año escolar.
Le llamaban “Boy Gory”, y quien al percatarse de la flor que la maestra vería como una callada manifestación de reconocimiento a su hermosura de parte de alguno de sus alumnos, fuera de control, destrozó con sus torpes manotas la tierna flor que expiró, dejando sólo restos de pétalos… y el aroma apenas perceptible en el entorno aquél. Supuso el bárbaro plebe que nunca más, ningún integrante del grupo, se atrevería a dejar ofrenda alguna. Como era inconcebible el enfrentamiento físico con el grandulón de marras, se me ocurrió llevar a cabo un operativo de “pega y huye” en vez de una batalla protocolaria, por lo que decidí aplicar dentro del salón de clases la “guerrilla urbana”, contra aquel exponente de la fuerza irracional.
Explico a continuación, tanto la logística como la estrategia empleada y los resultados obtenidos: Despertaba cada semana, media hora más temprano para ir a cortar la más bella rosa del jardín de la plazuela. Para evitar que me llevaran a “Barandilla” como presunto ladrón de flores, decidí confiarle al policía de turno, que siempre era el mismo, por cierto, un amable señor entrado en años, la actitud del alumno “gorila” que por la fuerza nos impedía rendir pleitesía a la maestra, “novia” de todo el grupo del quinto año de primaria, le dije, cabizbajo y pesaroso.
La respuesta del comprensivo guardián del orden fue sorprendente y a la vez contundente, pues expresó con voz firme y autoritaria: Denle en la madre a ese cabrón… y Tú… amiguito, corta todas las rosas que se necesiten para tu “operativo”.
Cuando imaginaría el cumplido servidor público, que yo mismo sería el “general”, el “soldado” y que sólo combatiría “armado” con la férrea voluntad de lidiar contra la fuerza bruta en aquella “guerrilla escolar”, que había decidido aplicar en el aula contra el abusivo sujeto. Fue así como a partir del altercado que representó el “gorilita” cuando destrozó mi primera flor, cada semana, continuó apareciendo una fresca rosa roja en el florero que la maestra tenía sobre el escritorio frente a su asiento-cátedra, desde el cual aplicaba sus conocimientos al grupo de traviesos alumnos.
El antipático escolapio, encorajinado al máximo cuando encontró de nuevo otra flor sobre el florero del escritorio, estalló en maldiciones, palabras altisonantes y amenazas de “pegarles a quienes fueran” los autores de tamaña desobediencia e inconcebible desacato a su antes intocada autoridad sobre el grupo.
Al mozalbete, cuando menos lo presioné para que intentara llegar temprano a clases, una vez por semana, ya que persistía en su necio propósito de destruir cada indefensa flor que encontraba sobre el escritorio, lo que tenía que hacer, desde luego, antes de que la maestra entrara al salón. Destrozó varias rosas en el primer mes de inicio del curso, hasta que nulifiqué su terco propósito de destruir mi elogio floral, con el simple expediente de variar los días en los que depositaba la tempranera rosa.
No pudo la fuerza bruta del “Boy Gory” con mi persistente “guerrilla escolar”. Su reconocida flojera que le hacía llegar tarde a clases, un día sí y el otro también, significó su estrepitoso y total descalabro en nuestro personal y a la vez peculiar enfrentamiento. Así terminó el ciclo escolar. Al regresar de las vacaciones de verano, extrañé no escuchar su nombre en el pase de lista.
Quizás jamás me hubiera enterado de los motivos por los cuales no fue inscrito en el grupo del sexto año, si no es porque me interesó conocer sobre la posibilidad de que se hubiera largado a otra escuela. Cuando le pregunté al Garay, uno de mis compañeros del grupo, quien parecía saber siempre de todo, me contestó: ¡Por burro!… Imposible que lo inscribieran, pues cuando repruebas por tercera ocasión el año escolar, te dan de baja en automático.
Confieso que siempre me cautivó pensar, que atendiendo la enérgica y franca recomendación de mi amigo, el bondadoso policía, Yo solito le había dado en la madre. En cuanto alojamientos y comedores, les cuento que al iniciar el primer año de Secundaria, viviendo todavía en Mazatlán, me llevaron a otra casa de asistencia atendida por Doña Guadalupe Aguayo, la cual se localizaba en la famosa calle de “Arriba”, muy cerca de la Torre de Comunicaciones Telegráficas, que prestaba servicio de comunicación a todos los barcos nacionales y de matrícula extranjera, a la flota pesquera y Yates de todo tipo que anclaban en el fondeadero mazatleco, Torre ésta que se encontraba instalada en lo alto de un cerro frente a la playa, paseo Olas Altas, de por medio, cercano al Centro Histórico del puerto.
Esta proximidad de la casa de asistencia con la central telegráfica, hizo posible, después de hacer amistad con una de las personas que ahí prestaba sus servicios como telegrafista, me interesara aprender el alfabeto morse que usaban los operadores en sus comunicaciones de “Central a Barco” y de “Barco a Central”, a nivel mundial.
Empecé las lecciones y práctica del alfabeto morse con los puntos y rayas que internacionalmente configuran la clásica señal de “Auxilio”. Este conocimiento del sistema de comunicación, me dio la oportunidad de prestar servicios telegráficos, años después, en una emergencia que se presentó durante un ciclón que azotó particularmente al municipio de San Ignacio y otras zonas del sur del estado, lo que relataré en otra entrega.
Al regreso de las vacaciones veraniegas, busqué en la Plazuela a mi amigo el Policía. Frente a él, rendí el “parte” correspondiente, como representante de la autoridad, magnificando la expulsión de la escuela del cerril “Boy Gory”, y a quien jamás volví a ver, felizmente.
Festejando en pleno nuestro contundente triunfo, le “disparé” al policía amigo, un “ráscale”, coincidiendo los dos en pedirlos de rosa con leche, y que disfrutamos, sentados en una de las bancas de madera color verde, ubicada bajo la generosa sombra de un enorme huanacaste viendo pasar, por supuesto, a las guapas muchachas mazatlecas que paseaban por los andadores de la Plazuela en las horas previas al crepúsculo del atardecer porteño, entretanto, escuchábamos el concierto de cientos de trinos, canturreos y modulados silbos, de la enorme cantidad de pájaros que en las frondas de los árboles se preparaban para anidar.
CONTINUARÁ.
* Notario y autor