Por: Miguel Ángel Avilés
A mediados de los ochentas, se anunció en Hermosillo una cartelera de lucha libre cuya pelea estelar era un mano a mano entre El Perro Aguayo vs. El Solitario. Yo no estuve presente esa noche porque no traía ni un quinto para ir y no supe quien ganó, pero de seguro ninguno se dio cuartel y se dieron con todo como si se odiaran a muerte.
¡Quien me manda!
Al día siguiente, sin embargo, luego de comerme un par de chivichangas de casi medio metro que vendían en la esquina norte del edificio de correos, las cuales eran infalibles para quitar el hambre estudiantil de esos tiempos, me eché a caminar para bajar la panza y me cruce la calle ya ni se hacía que destino.
Justo cuando estaba por llegar a la otra acera, vi que salían del hotel San Alberto, un hombre vestido en traje color grosella chillante y de pelo largo y un hombre fornido y alto, de piel tirando a rubia, así como la de los gringos jubilados, que pudo haber tenido pasadito los cuarenta años.
Los dos traían maleta deportiva en mano y parecían buscar un taxi. Yo se les quedé mirando envilecido, pero no me atreví a pedirles un autógrafo. Ahí hubiéramos quedado los tres tintos en sangre, peor que la noche anterior, porque los carros que pasaban en chinga no se iban a detener nomas para que unos desconocidos se congraciaran entre sí o le escribieran unos garabatos en la camiseta de un chamaco.
El del traje encendido de color como la sangre era Pedro Aguayo Damián o el Perro Aguayo como más lo conocimos cuando hacia morder el polvo a más de uno en los cuadriláteros. El otro era Roberto González Cruz. Supe que este último se llamaba así hasta meses después cuando le llegó la muerte inesperada y salió sin su máscara en no sé qué revista. Antes nomas lo identificábamos como El Solitario, ese de máscara amarilla, tirando a mostaza, que junto al Perro Aguayo se iban de esta ciudad aquella media mañana para seguir dándose de costalazos en otra arena.
Ambos eran unos ídolos donde se presentarán. Esa vez que lo hicieron en Hermosillo era invierno, me acuerdo bien porque cuando los vi, El Perro traía ese traje feo pero con saco de manga larga y El Solitario andaba enchamarrado o con camisa de cuello de tortuga, como todo un galán de fotonovela donde de seguro si la hubiera hecho si se mete de artista porque, ya sin máscara, estaba bien bonito el cabrón.
Ellos vivieron vida aparte y ni parientes eran pero en mucho se parecían, sobre todo en el origen y en eso de salir adelante porque su infancia estuvo de la chingada.
El Perro de niño le hizo al panadero y al zapatero, boxeador e, incluso, futbolista y toda la cosa, después le entró a la lucha y, de ahí pal real, fue ascendiendo, hasta convertirse en el personaje popular, tan culero con sus rivales y a la vez tan atrayente para muchos locos igual que él que desde las gradas, o de ring side o de donde estuvieran, le podían mentar la madre o le podían festejar las barbaridades que hacía contra el técnico que se le pudiera enfrente.
El solitario, cuya familia venia de la clase obrera, tampoco la tuvo fácil y desde chico supo de la chamba dura y del dolor que acarrea la muerte pues su hermano, que era luchador antes que él, se murió en combate y El Solitario le siguió los pasos en este deporte. Le dio por irse de mochilazo recorriendo ciudades y dicen que fue en el norte donde fraguo su nombre, este que asumió hasta su muerte y que se inspiraba en El Lllanero Solitario, aquel comics que se montaba en una caballo que le llamaba Plata y salía con el Indio Toro en la televisión.
Por ese loco, El Solitario se puso así y se cambió el traje para dejarse ese que todos los aficionados a la lucha conocimos.
Ambos, El Perro Aguayo y El Solitario, se agarraron a chingazos varias veces por todita la república como buenos luchadores que fueron. No les digo que esa vez en Hermosillo lucharon en mano y de seguro se dieron con todo como si se odiaran a muerte.
Que se iban a andar odiando, pero si uno es fanático de la lucha libre tienes que creértela y no andarle jugando a la mamada, sino, mejor ponte a ver otro deporte porque aquí, si no tienes alma de niño, no cabes.
A lo mejor la muerte es una aguafiestas con este espectáculo porque aunque en el ring no se han muerto muchos, fuera de él si se ha llevado a un montón de luchadores y por culpa de ella se han ido varios.
Ya ven que poco después de que yo los vì frente al San Alberto, la muy ojete le dio por llevarse al Solitario y despuesito al Angel Blanco y no sé cuándo pero también cargo con su compadre El Dr. Wagner, a lo mejor para que allà con Diosito pelearan contra otros en relevos australianos.
Al Perro no se lo ha llevado todavía, pero se me hace que se lo está llevando por partes porque hace unos días se murió su hijo, el Perro Aguayo Jr y con él se llevó una parte de su corazón.
No tiene piedad, la muerte no tiene piedad no consideración alguna. Es como esos carros que no se detuvieron y pasaban en chinga a un ladito de tres locos que estaba en media calle congraciándose entre sí o escribiendo unos garabatos en la camiseta de un chamaco que con una par de enormes chivichangas, acababa de quitarse el hambre estudiantil de esos tiempos.
*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonoronse