Por: Faustino López Osuna
Desde los tres o cuatro años de edad en que empezó a tener memoria, sin percatarse aún del peligro, Juvencio recuerda que una mañana su madre lo descubrió, atrás de la casa paterna, jugando con una impresionante cantidad de alacranes que bajaban lentamente por la pared, de enjarre de barro, hasta el piso, donde se amontonaban. Juvencio les acercaba una vara a la que se trepaban dócilmente haciendo racimos. Percatándose de ello, su madre, conteniendo su natural espanto, procurando no asustarlo, se le acercaba sigilosamente y lo hacía que le entregara la vara: “Démela, mi niño. Ya. Déjelos. Vamos para adentro”. En seguida, ella tomaba una hoja de palma seca del techo de la cocina, le prendía fuego y los chamuscaba.
Posiblemente enterada de su afición, cierta ocasión escuchó a la tía María Florinda decirle a su madre: “Tienes que aceptar que es un niño distinto a los demás”, sin que Juvencio tampoco tuviera noción sobre qué significaba eso. Por el mundo en que le tocó vivir, Juvencio supo, tempranamente también, la diferencia anatómica de la alacrana, cuando cierta vez su progenitora dio con una y se la mostró: sin cola, con enormes tenazas curvadas y con una minúscula bolsita como de plástico transparente sobre el lomo, llena de alacrancitos, mismos que, llegado el momento, los expulsaba, le dijo, y tenían que escapar a gran velocidad porque si los atrapaba los devoraba. También su madre le advertía a Juvencio y a sus hermanos que, por las mañanas, al levantarse, sobre todo en los meses de invierno, sacudieran y esculcaran la ropa apretándola fuertemente antes de ponérsela, para evitar la sorpresiva picadura de algún arácnido camuflado durante el sueño.
A lo largo de su infancia, Juvencio nunca dio importancia a cosas que le sucedían, pensando que eso pasaba a todos los niños. Cuando iba a casa de algún vecino, si había algún pájaro en una jaula, los dueños corrían a taparlo o de plano evitaban que le quedara a la vista, desde que en una ocasión, al poco tiempo de una visita, murió sin causa lógica un pequeño perico cuyo colorido atrajo la mirada de Juvencio. Tampoco entendía el porqué algunas embarazadas le pedían que les frotara su vientre. Del mismo modo, era frecuente que cuando en algún callejón del barrio se le lanzaban en masa perros bravos con la intención de morderlo, Juvencio se detenía tranquilamente y, abarcándolos con la mirada, hacía que recularan y huyera con la cola entre las patas, gimiendo como si los hubieran golpeado.
Todo eso le ocurría a Juvencio, casi involuntariamente, sin que le diera la mayor importancia, hasta que una vez, cuando iba a cumplir los diez años de edad, tomó conciencia de lo que hacía. Descubrió que cuando lo obligaban a algo que le parecía injusto, se apoderaba de él un coraje sordo, sin control, que podía dirigir, por ejemplo, a un niño de cuna que, por coincidencia, le tocara ver cuando experimentaba ese estado de ánimo. Pronto se supo en la comunidad que tenía tal poder. Y fueron varias las ocasiones en que, por las noches, vecinos acongojados despertaran a sus padres para que les permitieran que Juvencio acudiera a su casa a mecer en sus brazos, para que se recuperaran, a sus niños casi recién nacidos, privados en fiebre repentina desde que, temprano, habían tenido la mala suerte de toparse con Juvencio enojado. Esto se repitió algún tiempo, hasta una ocasión que Juvencio percibió, avergonzado, que el niño que cargaba con los ojos cerrados, sufría a tal grado que lanzaba un lastimoso quejido de dolor. Y por primera vez sintió lo que después supo que era compasión.
Y deseó con todas sus fuerzas que desapareciera en él el coraje acumulado que sentía, al tiempo que, como si fuera un milagro, el niño cesara sus gemidos, abriera los ojos y le sonriera con la sonrisa más dulce que jamás había conocido, mientras la madre y la abuela lloraban silenciosamente haciéndole sentir algo parecido al agradecimiento. Pasó una vida. Juvencio se fue a estudiar con becas en la capital del país y en el extranjero. Recientemente, de regreso otra vez en su comunidad, ya jubilado, al salir casi al amanecer a atender un compromiso en una ciudad cercana, se puso la ligera chamarra de siempre, abordó y manejó su automóvil, deteniéndose en el camino para cargar gasolina y retirar efectivo de un cajero bancario automático.
Cuando estaba frente al cajero realizando las operaciones acostumbradas, un joven empleado, a varios metros de distancia, dirigiéndole la mirada hacia su hombro izquierdo, le gritó: Señor, no se mueva. Tiene un alacrán. Juvencio, pensando que se trataba de un alacrán pequeño, de manera cruzada golpeó con su mano derecha hacia donde lo miraba el joven. No. No haga eso, le dijo, al mismo tiempo que se le acercó, lo revisó y, al no ver al animal, le pidió que se quitara lentamente la chamarra. Cuando la tuvo en sus manos el empleado, la sacudió, haciendo caer al piso un enorme escorpión de más de un jeme de grande con la cola extendida. Curiosamente, el alacrán no huyó como acostumbra. Quedó fijo.
Mátelo, pidió el empleado. Juvencio lo aplastó con el pie. Le dio las gracias al joven y terminó de realizar la operación en el cajero. Al girar para retirarse, Juvencio casi da de bruces con un anciano de pelo, cejas y bigote blancos, que le dijo: Se escapó, volteando a ver al escorpión muerto. Pero Juvencio no le hizo caso. Como es de imaginarse, en el camino tuvo tiempo de pensar de mil maneras sobre el incidente y sobre la irrupción del anciano que jamás había visto, sin poder explicárselo. Concluyó que, de haber recibido el aguijonazo venenoso, hubiera sido en la nuca, el cuello o en la yugular, con fatales consecuencias. Pero lo tranquilizó recordar los días infantiles, cuando inocentemente jugaba con alacranes que no le picaban.
*Economista y compositor