Por: Andrés Garrido del Toral
Alma Reed tuvo la suerte póstuma de que un investigador, Michael K. Schuessler, la salvara de ser nada más la protagonista de una canción. Encontró sus Memorias casi 40 años después de la muerte de La Peregrina, en su departamento entre moho y salitre; las publicó con el título de Peregrina / Mi idilio socialista con Felipe Carrillo Puerto, libro aparecido en 2006, y por si fuera poco halló en una bolsa de henequén la correspondencia que acaba de salir en la serie “Memorias Mexicanas” (Dirección General de Publicaciones, Conaculta): Tuyo hasta que me muera… Epistolario de Alma Reed (Pixan Halal) y Felipe Carrillo Puerto (H’Pil Zutulché). Marzo a diciembre de 1923. Estas cartas forman de verdad una correspondencia porque hay todos los testimonios de ambas partes. Conmueven por su sencillez y su sinceridad. Engendran el sentimiento de intrusión. Estamos violando la intimidad de los muertos, leyendo algo que no se hizo para nuestros ojos. Emociona en particular el esfuerzo de ambos por escribir en el idioma del ser amado. Los amores fueron sobre todo epistolares y al parecer sólo hallaron unos días de unión física en México capital. Alma Reed ironizó sobre la letra de Rosado Vega: “Ciertamente, la gente no va a creer que mis mejillas estén encendidas de arrebol ni que las avecitas chillen cuando me ven”, pero reconoció que la canción es muy hermosa.
Seguía con Alma Reed en el jardín de La Cimatario. Ya picado con la plática le pregunto a La Peregrina su versión de cómo nació la canción. Descubrió este armero y placero “la única y verdadera historia de ‘La Peregrina’” en una carta, fechada en mayo de 1951, que Rosado Vega le había escrito a Ramón Ríos Franco, director de La Revista Ilustrada, misma versión que repite mi admirado intelectual yucateco Luis Pérez Sabido en su diccionario de “La Canción Yucateca”. En ella, su autor (Rosado Vega) narra que Reed, Carrillo Puerto y él iban en auto, pasando por el barrio de San Sebastián, camino a una cena en febrero de 1923, en un cálido anochecer de Mérida en el que recién había llovido y, de acuerdo con el poeta:“…se sentía tan embalsamado el ambiente que Alma Reed, de manera espontánea e involuntaria, aspiró profundamente y dijo: ¡Ay, cómo huele!… Yo le contesté en seguida, con una galantería que cualquier hombre hubiera tenido para una mujer tan bella como era Alma: Sí, todo perfuma porque usted está pasando… Felipe, al punto, me advirtió:
—Eso se lo vas a decir en unos versos.
Y desde luego mi respuesta fue aceptar el compromiso:
—Se lo diré en una canción.
Carrillo Puerto me replicó:
—Te tomo la palabra”.
Con los ojos llenos de ternura Alma me cuenta en plena Cimatario: “una noche salimos del Museo Arqueológico con rumbo a la pequeña fonda ubicada lejos del Paseo Montejo y, en un ambiente tropical, el poeta me dijo que también tenía una sorpresa para mí. “Es una canción —compuesta con cariño y admiración.
Desde el momento en que nos conocimos supe que debía escribirle una canción. Pero sólo me corresponde la mitad del crédito por el resultado de mi impulso. Verá, no tomé la decisión solo…, justo cuando se me ocurrió esa idea, supe que nuestro buen amigo aquí, don Felipe, había concebido la misma idea. Y en nombre de nuestro largo compañerismo, me suplicó que le escribiera y le dedicara a usted ‘la verdadera obra maestra’ de mi carrera. No sólo me dio el título: “La Peregrina”; sino que, durante estos días, en los que ha desahogado conmigo los pensamientos y sentimientos que tiene por usted, me ha provisto también, sin querer, con muchos de los matices y frases que la componen. Así que ahora, señorita Alma, usted va a ser la peregrina; y, muy pronto, nuestras palabras van a tener acompañamiento musical”. “Sí, muy pronto”, añadió Felipe, rebosante de alegría ante la expectativa. “Palmerín, el mayor compositor de Yucatán, ya está trabajando en la música. Ya conoces algunas de sus canciones: “Mi guitarra”, “El rosal enfermo”, “Las golondrinas”, las que Alfonso ha cantado para ti. Pero creo que Palmerín se va a superar a sí mismo con tu canción”. En cuanto nos sentarnos en la mesa de la terraza de la fonda enmarcada por palmeras, le supliqué a don Luis que recitara los versos de mi canción.
Mientras leyó “La Peregrina” de una hoja escrita a mano, me pareció escuchar en su voz ronca algunos de los matices nostálgicos de las serenatas en tono menor de Alfonso. Y cuando terminó me entregó el manuscrito con una reverencia al estilo de la galantería española quijotesca. Leí de nuevo las frases que exaltaban mis ojos “claros y divinos”, mis “labios purpurinos”, mi “semblante encantador” y mi “radiante cabellera como el sol” y, al igual que le hubiera sucedido a cualquier otra mujer joven en circunstancias similares, me sentí profundamente complacida de que el poeta, cuyo trabajo tanto admiraba, me hubiera descrito en términos tan resplandecientes. Sin embargo, a pesar de los cumplidos y de las metáforas halagadoras, la canción misma no me hacía sentir alegre. No lograba comprender cómo era posible que esos sentimientos amorosos no despertaran una respuesta de dicha en mi corazón y cómo, en lugar de eso, me entristecían; pero pronto me di cuenta de que la alusión a una añoranza insatisfecha, la profecía implícita de la separación y el énfasis que ponía en las enormes distancias entre “la nieve virginal” de mi “tierra lejana” y los “palmares” y “las flores de nectarios perfumados” de la “tierra tropical” de Felipe, evocaban la tristeza que se experimenta al separarse por siempre del ser amado… Sentí ganas de llorar —aunque logré poner una sonrisa en mis labios— cuando comprendí que esas palabras mostraban una profunda resignación ante la imposibilidad, y que la petición reiterada de Felipe en los últimos versos no hacía más que enfatizarla: “No te olvides, no te olvides de mi tierra, no te olvides, no te olvides de mi amor”. Esa misma noche, fui con Felipe y don Luis a la modesta casa de Ricardo Palmerín, ubicada en una colonia pobre de las afueras de Mérida. En un jardín fresco, iluminado por la luz de la luna, Felipe y yo nos sentamos bajo unos naranjos en flor, en una banca frente a la puerta abierta del pequeño estudio austero del compositor. Dentro, Palmerín estaba tocando un piano vertical y don Luis estaba de pie, a su lado, escuchando con toda resolución las varias frases musicales que el teclado murmuraba en una rápida sucesión melódica. Pero ninguno de los muchos acordes hermosos resumieron, en los oídos sensibles de los dos jueces, la determinación “inevitable” de que serían el tema de “La Peregrina”.
El músico, un hombre bajito y corpulento —que por su expresión apacible, su porte sereno y su bigote negro arreglado parecía más un médico o un miembro de la profesión legal, que un experto tejedor de la tela invisible del sonido etéreo—, aceptó sin despecho el veredicto desfavorable. De hecho, nos aseguró que el ánimo y el ritmo correctos estaban ya gestándose dentro de él y nos pidió que regresáramos después; Felipe le aseguró que volveríamos en una semana”. ¿Y sí regresó señora mía? Alcancé a interrogarla, por lo que ella, con el ceño fruncido como MPA encabronado, me suelta: “Me propuso que visitáramos de nuevo a Ricardo Palmerín el 27 de febrero de 1923 para saber qué avances había. Pasaría por mí, acompañado de don Luis, alrededor de las 21:00.
Por tercera vez en dos semanas, volví con Felipe y el poeta Luis Rosado Vega al jardín de Palmerín, perfumado de naranjos e iluminado por la luz de la luna. Al igual que en nuestras visitas anteriores, el talentoso y modesto joven compositor yucateco nos recibió con unas palabras sencillas de bienvenida y de inmediato se colocó en su pequeño y viejo piano. Y con el gusto propio de los artistas por los desenlaces dramáticos, poco a poco nos fue preparando para la agradable sorpresa que tenía para nosotros. De pronto, Palmerín con un cambio abrupto de carácter y tempo, tocó una melodía completamente diferente, un brillo de emoción destelló en los ojos verde-jade de Felipe. “Aquí está”, anunció el maestro con una sonrisa confiada y un tanto juguetona, “amigos míos, creo que ahora sí tenemos algo”. Una y otra vez, con variaciones ocasionales, repitió las notas palpitantes del motivo inicial.
“Sigue tocando, hombre, por favor, sigue tocando”, le suplicó Felipe. Después, corrió al estudio e impulsivamente levantó del banco del piano al bajito y rechoncho maestro y le dio un abrazo cariñoso. “Sí, sí, querido compañero”, exclamó, “ya tienes algo, algo muy hermoso, ¡algo en verdad maravilloso! ¡Esto es lo que mi corazón estaba esperando escuchar!” Don Luis, que durante todo ese tiempo había estado parado detrás del compositor, también manifestó su satisfacción y gratitud y felicitó al músico con un fuerte abrazo.
Le aseguró a Palmerín que su música había hecho inteligibles todos los matices esquivos del sentimiento
que quería expresar en “La Peregrina” pero que las puras palabras no tenían el poder de transmitir. Felipe y el poeta urgieron a Palmerín a que terminara el trabajo sin retrasos para que se comenzara la orquestación lo antes posible. Comprendí que Palmerín había captado mucho más que el dolor de un alma individual cuando se separa de la persona amada. Me di cuenta —y desde entonces esa es la imagen que permanece en mí del instante encantado en el pequeño jardín— de que el compositor había atrapado en la red mágica del sonido, tejida con armonías extáticas y evocadores matices menores, vibraciones que penetraban la inefable tragedia antigua del Mayab”.
Oiga señora, ¿alcanzó a oír la canción terminada en vida de Felipe? Ella me dice entonces: “el viaje de Veracruz a Progreso a mediados de 1923 se llevó a cabo en medio de un terrible norte. La prensa de la capital nos había reportado perdidos, pero el “Jalisco” logró vencer la tormenta esa noche y, en medio del furioso huracán, escuché por primera vez la hermosa melodía de mi canción “La Peregrina”. La interpretó un cuarteto que Felipe había enviado a Veracruz para darme una serenata sorpresa afuera de mi camarote. No conocía el acompañamiento musical del entrañable Ricardo Palmerín, porque no había terminado de hacerlo hasta después de mi partida.
Nacida en San Francisco, California, Estados Unidos, en 1889, Alma Reed se distinguió por sus esfuerzos a favor de los débiles y necesitados. A pesar de que Alma fue criada en una familia católica irlandesa, se distanció del catolicismo desde muy temprana edad, luego de que al morir su perro su madre le dijera que no se iría al cielo. No obstante, “la gota que derramó el vaso” fue cuando en El Vaticano, mientras rezaba arrodillada, un sacerdote la manoseó.
* Doctor en Derecho y Cronista del Estado de Querétaro