Por: Teodoso Navidad Salazar
Fue admirable su imaginación. Las narraciones sobre cuentos e historias de espantos y aparecidos, así como su afirmación sobre la existencia del diablo, nos mantenía a todos aquellos que lo escuchábamos, a la expectativa; era el caso de mis hermanos, algunos chamacos vecinos que noche a noche se daban cita en mi casa, y yo. En verdad disfrutábamos emocionados cada una de aquellas narraciones.
Iniciaba la época de los sesenta; en el ejido Mezquitillo, sindicatura de Costa Rica, como en la mayoría de los ranchos de Sinaloa, no había luz eléctrica. Recuerdo que para mitigar el calor nos salíamos al patio, alumbrado por una cachimba de petróleo, colgada de una higuera; el humo de la cachimba era incesante y en la penumbra se dibujaban caprichosas imágenes que, aunadas a las pláticas de aquel hombre, parecían fantasmas que observábamos temerosos a nuestro alrededor. Enrique Camacho robaban la tranquilidad en nuestros sueños, llevándonos a largas vigilias reflexionando si existía o no el diablo. Era de La Barca, Jalisco y llegó al valle de Culiacán cuando Lázaro Cárdenas, llevó a cabo el reparto agrario por gran parte del territorio nacional.
Una de esas noches en las que el viejo Camacho acostumbraba ir a casa de mis padres a platicar y tomar café, El Mayo, uno de los chamacos vecinos, preguntó, incitándolo a contar alguno de sus relatos… Camacho, crees que de verdad, existe el diablo? (Nota: todos lo tuteábamos). Apurando un trago de herviente y aromático café, expresó ¡Claro muchacho- yo te asegur que existe. Pero si tú ni lo has visto -exclamó mi hermano Agustín. Con tono muy serio, aquel hombre al que acusaban de bañarse poco, se dirigió a la chamacada y nos dijo: mucha gente lo ha visto y además ha hecho pactos con él.
-Miren, allá en mi pueblo, en “el Sur”, había un hombre rico que vivía de lo mejor; tenía muchísimo dinero. Ni se imaginan, tenía ganado que ni lo conocía, tierras, una hacienda enorme; los mejores caballos eran los de él -Camacho siempre utilizaba aquello de que…ustedes no están pa´ saberlo, ni yo pa´, contarlo…dando siempre toque misterioso a sus charlas. Pero una vez -continuó el relato- había fiesta en el pueblo, y aquel hombre rico perdió toda su fortuna en el juego de la baraja. Primero perdió el dinero que llevaba esa noche. Luego pidió prestado a otros hacendados que como él, se divertían aquel día y noche de feria en el pueblo. Todo fue en vano. Siguió perdiendo y perdiendo. Seguía pidiendo prestado, y nadie, conociendo su fortuna, negaban el dinero, es más, hasta se lo ofrecían, para quedar bien con él. Mandó a su casa por dinero en efectivo. Volvió a mandar por dinero hasta que se lo ganaron de nuevo. Nada pudo recuperar aquel hombre que tenía vicio de apostar en los juegos de azar. Hasta que apostó la hacienda…y qué creen preguntó Camacho a los chamacos, que atentos le escuchábamos- ¡la perdió! – respondió él mismo.
Entonces se retiró a lo que antes fue su casa, en busca de papales y escrituras, para entregarlas al día siguiente. La noche estaba ya muy avanzada cuando abandonó el pueblo. Iba a pie, pues hasta su hermoso caballo perdido. Iba despacio, meditando en todo lo sucedido. Lo que tantos años le costó construir y perder en unas cuantas horas. Triste en aquella oscura noche, sus pies se movían por inercia, pues conocía el camino como la palma de su mano. En ese momento empezó a soplar un aire muy río, que calaba hasta los huesos. Se frotó las manos y subió el cierre de su chamarra para sentirse más abrigado y darse mayor calor; caminó más aprisa. De pronto, como si presintiera algo, se detuvo. Aguzó el oído y pudo percibir los cascos de un caballo lejano. Volvió la cabeza queriendo escudriñar en aquella noche negra y sin estrellas. El trote del caballo se escuchó cada vez más cerca. Volvió la mirada, buscando al jinete. Nada logró ver; pero en segundos, con la piel erizada sintió la presencia de aquella cabalgadura.
En aquella terrible oscuridad el brioso animal brillaba y resoplaba; lo montaba un hombre también de negro. En lo oscuro los ojos del animal parecían dos brazas. Aquel hombre que horas antes había perdido toda su fortuna, sintió que su corazón se paralizaba. Después de haber sentido frío, un escalofrío recorrió su cuerpo y luego de escuchar al jinete, sintió que el cabello se le ponía de puntas. ¿Qué te pasa hombre? ¿Te puedo ayudar en algo? Te ves cansado…súbete a las ancas de mi caballo, te llevo a donde quieras- le dijo. El asustado individuo no podía hablar. Sólo se escuchó un sonido gutural. Tragó saliva, pero de su garganta no salió palabra alguna. ¡No te asustes…yo te ayudo en lo que tú quieras! El antes poderoso y rico hacendado, siguió sin hablar; estaba atónito, pues estaba ni más ni menos, que ante el mismísimo chamuco- señaló Camacho- con aire misterioso.
Para estas alturas, todos los que nos encontrábamos sentados en el piso de tierra, estábamos más que emocionados con aquel relato y en la penumbra escudriñábamos los gestos de la cara del viejo Camacho. En ocasiones nuestro relator se quitaba su sombrero sureño para abanicarse y luego volvía a colocarlo en su cabeza, como para darle más emoción a su historia; nadie se perdía ningún movimiento de sus manos. Por fin -continuó Camacho- el pobre infeliz pudo articular palabra. Con voz temblorosa y entrecortada, le dijo al diablo ¿De verdad quieres ayudarme? – Pídeme lo que quieras- ¡exclamó triunfal el jinete vestido de negro! Sé que necesitas dinero- le dijo el diablo. ¿Cómo lo supiste?- pregunto el desdichado. Estuve en la feria del pueblo, apostaste y perdiste hasta la hacienda, le contestó el diablo. Sí, es verdad –dijo el pobre hombre. -Necesito dinero, mucho dinero- expresó llevándose las manos al rostro
ahogado en llanto. Tengo que pagar lo que perdí y recuperar la hacienda, mi ganado, mis tierras, todo lo que antes fue mío- argumentó sin poderse contener. No te preocupes- dijo el jinete- dejando escapar una sonora carcajada, que despertó a los animales del monte y dejó erizada la piel de aquel desdichado. Todo lo que quieras tendrás – exclamó, mientras reía con sonoras carcajadas – vete a tu casa y ahí encontrarás todo el dinero que quieras. Más de lo que tenías- Más de lo que perdiste en la feria, toma todo lo que quieras, estará donde lo guardas siempre, en la esquina de tu despacho. Dicho esto, el jinete desapareció tal y como había llegado; se perdió en la oscuridad de aquella fría noche…el hacendado pudo percibir un fuerte olor a azufre. Efectivamente -continuó Camacho su relato-. Aquel hombre llegó a casa a punto de amanecer; entró al casco de la hacienda cuando sus peones, ajenos a su drama, se dirigían a sus labores cotidianas. Dicen quienes lo vieron, que su aspecto era el de un condenado a muerte; sus manos temblaban, su cara tenía un gesto diabólico. Las mujeres que iban a la parroquia de la hacienda, se persignaron temerosas. Aquel hombre ni siquiera se dio cuenta de ello. Es más, no vio a sus peones. Ni quiso saber cómo había amanecido su familia. Se fue derecho al despacho. Buscó desesperado la llave de la puerta en los bolsillos del pantalón y de su chaqueta, hasta que la encontró. Sus manos temblorosas no acertaban a introducirla en el ojo de la cerradura, haciendo esfuerzos por controlar su emoción, logró abrir, entró y aseguró por dentro la puerta. Fue directo a la esquina donde guardaba su dinero y cuál no sería su sorpresa al abril el mueble… ¡ahí estaba el dinero! ¡había mucho! ¡Sus ojos se abrían desmesuradamente, como si fueran a salirse de sus cuencas.
Tomó algunos fajos de billetes, los contó, los besó y frotaba en su cuerpo como un loco, luego tomó un puñado de monedas de oro macizo y las lanzó al techo, tomó una, y la mordió como para comprobar que eran de verdad. Había tanto dinero ahí, que entre más fajos de billetes y monedas de oro sacaba, aparecían más y más. Aquel hombre reía, temblaba, reía a carcajadas a la vez que gritaba…soy rico, soy rico, soy rico, no he perdido nada, no he perdido nada- no podía creerlo, era rico de nuevo. De pronto -siguió la narración Camacho- las paredes del despacho, parecieron estremecerse al escucharse un estruendo, que pareció un fuerte relámpago, cuyo eco se prolongó por la serranía cercana. Un fuerte olor a azufre se respiró en el ambiente a la vez que contemplaba horrorizado al hombre de negro en el despacho. Pero… ¿Por dónde había entrado? – Se preguntó- No alcanzaba a comprender lo que estaba pasando. ¿Te das cuenta ahora, que no te mentí? ¿Ya ves lo poderoso que soy? Ahora ¡Prepárate! -le dijo -dejando escapar una risa burlesca; y así como apareció en el cuarto, desapareció, al momento en que se escuchaba el mismo ruido infernal con el que llegó.
Pasó ese día y la noche, y a la mañana siguiente, su esposa ordenó a algunos peones que derribaran la gruesa puerta del despacho. Al entrar su mujer y los trabajadores que se empujaban uno a otro para ser los primeros, contemplaron al hacendado sentado en la esquina junto al mueble donde guardaba el dinero. Había una pila de billetes y monedas esparcidas por el piso, tenía los ojos bien pelones, como saltados; su rostro tenía un aire diabólico. -Estaba bien tieso- exclamo nuestro narrador. Atentos estábamos todos los muchachos de aquella historia, cuando se escuchó un trueno y el cielo se iluminó momentáneamente, todos pegamos un grito de horror. Mi madre y mi padre junto con Camacho se rieron de nosotros. Empezó a correr un viento suave y los relámpagos cada vez se hicieron más continuos, fue entonces cuando Camacho, se justificó y a manera de despedida nos dijo – ya me voy, parece que va a llover. Se escuchó otro trueno y de nuevo se iluminó el cielo. Ignacia, mi hermana mayor, dirigiéndose al grupo de muchachos que apenas nos reponíamos del susto provocado por el primer trueno- dijo- No le crean a este cristiano, señalando a Camacho. No hay diablo.- Expresó mi hermana- él es el diablo, dijo mientras se reía de todos los asustados chamacos. Ah, ¿no quieres creer?- Dijo Camacho.- Te apuesto a que sí hay diablo y te lo voy a comprobar, no más que vas a hacer lo que yo te diga… ¿qué? ¿Le entras? -Retó engallado, nuestro narrador. Son puras mentiras reiteró mi hermana.- Mira- dijo Camacho -Agarra ese garrote y dale un cabronazo a tu padre, haber si no te sale el diablo -Ándale, dale un cabronazo a tu padre. ¡Ah, no!- exclamó mi hermana. Camacho rio a carcajadas, se despidió de los presentes dando las buenas noches y también, como aquel jinete, se perdió en la noche, plagada de relámpagos que iluminaban su silueta coronada por el inseparable sombrero sureño. Caminaba sin prisa por la calle de barrial, que empezaba a recibir las primeras gotas de lluvia de la temporada.
El viejo Camacho fue apreciado por mi familia y muy amigo de mi padre fallecido el cinco de marzo de 2009. Recuerdo que durante el funeral, siempre estuvo junto al féretro, y sólo se separó para lo más indispensable. “No sé qué tanto platicaba con mi padre.” Me dio gusto verlo junto a él. Sé que también le dolió la partida. Fueron compañeros de lucha agraria y de trabajo durante más de 50 años. Hace unos cuatro años, el viejo Camacho se fue para siempre. Se llevó consigo la amistad, el respeto y el cariño de todos aquellos a quienes siendo niños, inquietó y motivó con sus leyendas e historias llenas de misterio; también dolió su partida.
*La Promesa, Eldorado, Sinaloa, abril de 2015.
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