Por: Miguel Ángel Avilés
Me asumo como un admirador de esas personas que saber hacer cosas que yo no sé hacer. Significa entonces que admiro a mucha gente. Mucha. Por eso a lo mejor siempre he tenido una admiración de niño por la lucha libre pues, para eso de agarrarse a golpes, con la maestría y la espectacularidad como lo hacen estos gladiadores, yo soy bastante pendejo. Mi única experiencia en estos bretes se reduce a cuatro días en un curso de karate que ofreció el DIF cuando yo estaba por terminar la primaria y tendría como once años de edad.
Me inscribí con muchas expectativas pero, cuando apenas estaba por completar la semana, el maestro dijo que me tenía que ir porque no había llevado el Keikogi completo y, sin en ese atuendo, no podía estar ahí. Era cierto, no los había pedido desde la primera clase y yo no lo había llevado porque no había como comprarlo, según me dijeron en la casa, pero siempre he pensado que al maestro le cayó de perlas ese pretexto para echarme, y así no tenerme que decir delante de todos que, en eso de quebrar ladrillos con la cabeza y tirar patadas como gallo fino, yo no tenía futuro.
No hice otro intento. Preferí guardarle pleitesía a quien si lo sabía hacer bien y, en esa búsqueda, me encontré con la lucha libre. Pudo ser porque me duró buen rato el encabronamiento con todo aquello que tuviera que ver con las artes marciales, quizá fue por rencor contra ese maestro que mandó a la chingada a este prospecto o simplemente fue por casualidad. Es más, creo que sí fue por casualidad: recién llegado de la calle, me entrometí en una plática que tenían mis hermanos mayores y ahí escuché con emoción cuando Rafael le contaba al Chema o no sé a quién, que un tal Copetes Guajardo le había metido una madriza a un pobre chinito que le decían Gran Hamada, que lo había estrellado contra las lámparas que estaban puestas arriba del ring y que, no conforme con eso, el culero del Guajardo le había sacado todo el mole con una corcholata que le talló como mil veces en la frente.
Algo así no me lo podía perder. Si bien desde entonces era un pacifista a toda prueba, eso no impedía que me gustara ver como unos tipos en un cuadrilatero, con mascara o sin mascara, se daban de costalazos en ese encordado que antes sólo lo había conocido cuando veíamos por televisión en blanco y negro las peleas de box que pasaban desde la Arena Coliseo.
El sábado siguiente ahí estaba en el Deportivo Corona a la espera de que empezara el desfile de contiendas que anunciaba el volante de mano que tanto nos sirvió para que nuestros ídolos nos firmaran un autógrafo y para limpiarnos la boca cuando la teníamos embarrada de chile. Desde ese momento y semana a semana ahí estábamos haciendo cola para entrar lo antes posible porque también habría que verlos arribar a paso rápido rumbo al vestidor mientras les tocaba el turno.
Esta emoción, desde el anuncio en perifoneo que hacían en las calles hasta el día del evento, pasando por las entrevistas en televisión y su arribo en taxi al deportivo Corona, en ropa de civil pero con la máscara puesta, significaba un tiempo mágico para quienes los veíamos llegar y, cuál debe ser para que esta fiesta te apasione, sumarte, con el corazón infante, a la creencia de que todo eso es real y que los dos, o los cuatro o los seis que se están torciendo el cuello, o se están aplicando una palanca a los brazos o se están dando con una silla de la cervecera que patrocina, son contendientes dispuestos a dejar su vida si es necesario con tal de dejar constancia , frente a los ojos de la multitud, que esa es una batalla de a de veras.
Yo si se los creí. Y después, cuando supe toda la verdad, también se los creí. La duda aquí no tiene cabida o de lo contrario, mejor ni vuelvas. La lucha libre, como el arte, es el espectáculo más mentiroso para que, sólo así, te lo puedas creer.
Por eso no me puse a pesar de donde venían esos seres enmascarados, o de greña larga o de cara maldita o de vestimenta luminosa, estrafalario equipo de contienda, cuando los veía salir desde el vestidor, a puro trote, como toros bravos, para ir a buscar la muerte de fantasía , en ese espacio limitado por una cuerdas silenciosas que tenían tanto que decir y sin embargo, solo se la pasaban contemplativas ante la marimorena que de dos a tres caídas, sin límite de tiempo, escenificarían esos antagonistas de ocasión.
Creo que pude ver a toda la crema y nata, a lo más granado, lo relevante de un deporte cuyos nombres estaban en la cresta de la popularidad nacional y que llegaban a la ciudad para verlos en persona, así de cerquita y constatar, contra nuestra duda, que si existían y que estaban ahí, a lo mejor después de haberse salido de la revistas Box y Lucha, o Halcón o Combates de Lucha Libre, esas enciclopedias semanales que veíamos tendidas en el puesto de los voceadores o en la librería más abastecida a dónde íbamos a dejar el montón de feriecita que habíamos juntado, por cuenta propia, o por dote de algún cuñado que nos facilitaba el costo exacto para su adquisición.
De esa forma pude ver ,a unos metros de mí, al Santo, Mil Mascaras, Blue Demon, Aníbal, El Rostro, Tinieblas, Rayo de Jalisco, Huracán Ramírez, El Psicodélico, El Matemático, Solar, Astro Rey, Los villanos, Halcón Dorado I y II, Septiembre Negro, Kung Fu, El Gallo Tapado, Dick Ángelo, el Zorro Plateado, Ray Mendoza, Ringo Mendoza, Cesar Valentino, TNT, El Bello Greco y Sergio El Hermoso, Ultraman, el Ángel Blanco, Rizado Ruiz, El Nazi, Los Bangala y El Mocho Cota que en esas épocas, segunda mitad de los setentas, andaba subiéndose ya a las estelares con una rudeza despiadada como si sus contendientes tuvieran la culpa que le faltaran unos cuantos dedos.
Vi también contender a las mujeres: Irma González- la llamada novia del Santo- e Irma Aguilar, tan buenas (para luchar) tanto la madre como la hija; a ellas se sumaban Chabela Romero, La Briosa, Pantera sureña, La india siux,Chela Salazar, La Briosa, así como a los luchadores enanos como Gulliver, Pequeño Goliath, Gran Nikolai, y Arturito.
Para que llegara su turno, primero teníamos que esperar un buen rato, hasta que de pronto se apagaban las luces, callaba el sonido y veíamos salir desde los vestidores a los primeros que hacían sus pininos en el quehacer luchístico cuya mayoría eran lugareños y , además de ejercer sus chamba de soldado, o albañil o pescador o velador en no sé dónde, doblaban turno pero haciéndose llamar ya El Gran Gregory, El Indio Guaycura, , El Indio Pipila, El Pequeño Veneno, El Bombero( que era tan malo para luchar como yo lo fui en el karate) y otros que no iban más allá de cumplir con las tres caídas y listo, porque eso de partirse la frente, darse de sillazos, aventarse desde la tercera cuerda, o intentar un ocasional tope suicida nomas porque sí, estaba reservado para los de la estelar pues no tenía caso arriesgarse a que uno de los principiantes se diera en la madre nomás para darnos gusto pero sin tener la
suficiente experiencia como los que venían de afuera.
Eso de las piruetas, saltos, topes hacia afuera del ring, a diferencia de lo que pasa ahora, sólo se veían, acaso, a partir de la semifinal pues, como el desarrollo de cualquier historia la emoción debería ser paulatina hasta reventar en la lucha estrella, sino pues ya no traía chiste y éstos no lucían. Eso a la vez garantizaba que el porcentaje de desgracias fuera menor y la lucha libre seguía siendo el desafío a la violencia más inofensivo.
Mientras tanto habríamos de aprovechar la calma chicha para comernos unos chicharrones , o unos cacahuates o unas Sabritas de las que vendía El Temerario Negro antes y después de luchar, así como lo hizo tantas veces en categoría semiestelar junto con otros de esa generación emergente, de la localidad o del otro lado del chaco peninsular, como Jorge Ortiz, Gory Casanova Jr, Estrella Fantasma, El Suicida, El Químico, Astucia I y II, Willy Cortez, El Siberiano y Pilo García- El vampiro del Ring, que le daba por morder a sus rivales y luego escupir la sangre- ese mismo que una noche casi fatal echó su cuerpo hacia las cuerdas para agarrar vuelo pero estas se soltaron y cayó de espalda, bestialmente, sin fingimiento, ante el asombro de nosotros los espectadores y de su propio rival. La lucha se suspendió, le echaron aire con una toalla, se lo llevaron todo atarantado al vestidor y aquello no pasó de un susto, un susto fuerte que, esa noche, nos repartimos en partes iguales los aficionados y los promotores quienes hubieran pagado con la peor parte.
Pero si el Pilo la libró, otro luchador allá en la Coliseo del DF no pudo hacer lo mismo. Era la navidad de 1979 y se enfrentaban Apolo Curiel y el Vengador v.s. Leo López y Sangre India. Este último, un joven veinteañero, salió del ring luego de un golpe que le dio Apolo Curiel y para su desgracia cayó de cabeza golpeándose con el filo de un butaca. Como el Perro Aguayo, él también recibió los primeros auxilios y sin embargo, todo fue inútil: se lo llevaron a los vestidores pero su vida, de algún modo, ya se había ido en ese golpe seco que encontró en la primera fila, donde la muerte lo abrazó, expectante, para llevárselo.
En ese tiempo no era usual que la lucha libre se trasmitiera por televisión ya que, pese a las pocas desgracias que en este deporte se registraban(las que hubo, como la de Oro luego de ser golpeado por Toño Peña en su faceta de Kahoz, ocurrieron más delante), había quien consideraba que pudiera ser un mal ejemplo para las familias mexicanas, y las dejaron fuera del aire, no obstante que, siendo el box más peligroso y con mas muertitos, este si lo trasmitían cada semana en esas memorable funciones sabatinas que ya les dije.
Años después vinieron las funciones del Pavillón Azteca(antes Carpa Royal Palace) donde nacerían ídolos de la época reciente de la llamada lucha de fantasía gracias a los personajes como Súper Muñeco, o Súper Ratón o Super Pinocho, o Dardo Aguilar, Puma Balderrama, Nahur Kaliff, Barba Negra, Panama Panther y otros que reverdecieron y figuraron como nunca antes cuyos reputación luchistica fue auspiciada por la voz del Dr. Alfonso Morales y Don Pedro El Mago Septien, quien había estado en la anterior aventura televisiva en Televicentro y volvían a su habitad, locos de contentos y llenos de felicidad.
Pudo ser en esas fechas cuando al mismísimo Ricardo Rocha, se le ocurre programar una contienda de lucha libre en su programa “En Vivo”, quizá porque este espectáculo era uno de sus pasatiempos favoritos o porque trato de honrar a dicho deporte, lo cierto que fue una rendija más para que los costalazos y las volteretas, las máscaras y las cabelleras, las llaves y las contra llaves, los idolatrados contra los malditos, fuera penetrando de nuevo en la pantalla chica hasta alcanzar el despliegue que ahora tiene.
Para algunos, lo anterior revolucionó la lucha libre y a las multitudes que coreaban, confrontaban, maldecían y echaban madres en las arenas, se le sumaron las multitudes domésticas que, a grito abierto, arremetían contra el técnico o contra el rudo, según el bando al que pertenecieran en esta teatralidad que nos hace espejear hacia el bien y el mal, esa condición binaria de la que está hecha toda nuestra existencia.
Otros miran hacían el pasado y afirman que aquel entonces fue mejor. La lucha libre era a ras de lona, más llaveo, más verosímil pese a esas disputas ilusorias y feroces del que todos éramos cómplices, de lo contrario no tenía sentido participar de esa magia: tan real como esta vida mentirosa.
A la de hoy, donde el aficionado de la arena ya no es protagonista multitudinario, acaso sólo parte del paquete que adquiere la televisión para su venta que junto con el luchador que redobla esfuerzos en su actual dualidad de ser deportista de alto rendimiento y un producto a exprimir por el que paga, y al que se le inyectó espectáculo de más y se le restó gracia y dominio del libreto original que le daba vida y creencia a esta velada a la que antaño nos tenía acostumbrados este ritual de noches memorables que todavía estos ojos de niño sigue viendo con la fascinación confesa de quien admira, si máscara y con asombro la tenacidad del otro.
* Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonoronse