Por: Iván Escoto Mora
Sobre el argumento que proyecta al docente como mediador entre el alumno y sus procesos de aprendizaje a través de estrategias afectivas y efectivas, habría muchas cosas en las cuales meditar. Al respecto, resulta interesante el planteamiento propuesto por el Dr. Joan Carles Vázquez García en su texto La reflexión como práctica de la medicación del profesor y de la educación emocional en las Escuelas de La Salle de Cataluña (2012).
El Dr. Vázquez sostiene su tesis sobre una premisa básica: las buenas relaciones entre el maestro y el alumno, como condición para el desencadenamiento significativo-trascendental del proceso de aprendizaje.
Para que exista mediación, es decir, interacción entre el docente y el alumno desde ambientes de aprendizaje efectivos, es indispensable gestar un espacio comunicativo, posibilitador del diálogo. En el proceso educativo, este espacio comunicativo requiere estar sustentado en la dimensión afectiva para ser, no sólo significativo, sino trascendente.
Las relaciones dentro del aula podrían no estar sostenidas en la dimensión afectiva y fundarse en el ámbito de la autoridad (el alumno realiza una conducta por temor o por obediencia), o en el ámbito pragmático (el alumno realiza una conducta porque resulta útil). Sin embargo, el modelaje de conductas fundado en las relaciones de afecto, abre la posibilidad a un tipo de diálogo especial en el que se ve fortalecido el sentido de dignidad así como el valor de todos los sujetos inmersos en el proceso comunicativo y de aprendizaje.
Desde el afecto es posible llegar a concesos, reconstruir la noción de corresponsabilidad social y fundar un sistema educativo en el que la persona es el centro. Piénsese en el tipo de educación que un padre brinda a un hijo, un hermano mayor a uno menor, un abuelo a un nieto. Fuera de las estructuras educativas formales, el tipo de aprendizajes derivados o generados dentro de las relaciones mencionadas resultan no sólo significativos, sino trascendentales en dimensiones que van más allá de lo utilitario.
Si el conocimiento implica modificación de conductas, y la conducta es modificada desde el ámbito afectivo, entonces la modificación se vuelve al mismo tiempo significativa y trascendente. Lo anterior en virtud de la posibilidad de observar en el objeto de aprendizaje algo más que un factor de utilidad. Ese algo más resulta ser una fuente generadora de consecuencias afectivo-constructivas de relevancia social.
Para reforzar lo anterior, convendría observar cómo, con frecuencia, un niño señala: “así lo hace mi papá”, “mi mamá dice que…”, etc. En estas expresiones se podría advertir que, para el niño, no sólo se trata del objeto aprendido sino de la forma en que fue enseñado y por ello, resulta significativo y trascendente.
Podría traerse a cuenta en este punto el relato de la semilla de mostaza. La semilla crece y sus alcances se vuelven insospechados, no sólo es el pájaro que un día quizá se posará en una de sus ramas, sino el trino del ave que alegrará a un niño, quien después se volverá músico, que después… etc.
Quien aprende desde la mediación afectiva, aprende a hacer pero también aprende una forma de ser. ¿Hasta dónde podrían llegar las ramas de este simple hecho?
El afecto, como eje y columna del proceso educativo, dota al aprendizaje de un sentido de trascendencia que convoca a la aprehensión del conocimiento y por ende, a la modificación de conductas. En un contexto de enseñanza-aprendizaje como el descrito, el aprendiz de una conducta reconoce que en lo enseñado existe una sola intención: el mayor bienestar de la persona que aprende. La intención de quien enseña desde la mediación afectiva se advierte, en este sentido, desinteresada y trascendental.
No obstante lo anterior, habría que reconocer la existencia de diversas interferencias en la construcción de un proceso educativo-afectivo. Estas interferencias impactan en el desempeño docente, haciendo imposible la mediación, lo que genera, como consecuencia, un obstáculo en la efectividad de la dupla enseñanza-aprendizaje. Las condiciones circundantes al proceso educativo, la frustración, las aflicciones personales, la intermitencia del estatus laboral, la ausencia de herramientas, la falta o desvanecimiento de la vocación, etc.; podrían advertirse como elementos que inciden en la práctica docente cotidiana y, desde luego, en la función mediadora del educador, encargado de gestionar ambientes afectivos y efectivos de aprendizaje.
La perspectiva educativa concebida desde la mediación afectiva requiere ser nutrida desde la vocación, la apertura, la capacitación permanente y el fortalecimiento del espíritu magisterial. Lo cual exige, por un lado, el reconocimiento de la labor docente como una función social trascendental y por el otro; la obtención de recursos para hacer frente a las interferencias de una sana práctica docente.
Un proceso educativo proyectado desde la medicación afectiva requiere apercibirse de tres elementos fundamentales: a) El sentido vocacional docente como un ministerio trascendental, b) La educación como herramienta esencial para la construcción de condiciones de dignidad social, c) El interés superior de los estudiantes.
Apartarse del reconocimiento de los tres elementos mencionados, implicaría anteponer necesidades diversas, a un bien jurídico, social y ético de escala mayor: la educación y especialmente la educación de los más vulnerables. Los argumentos brindados por el Dr. Joan nos permiten hacer un alto para reflexionar sobre la condición educativa nacional, con la posibilidad de pensar, desde la crítica racional, sobre su condición y futuro.
* Lic. en Derecho y filosofía