Por: Ándres Garrido del Toral
Era la madrugada del 11 de diciembre de 1985 cuando Enrique González González, Jaime García Alcocer, Alejandro Ramos Palacios, Roberto Altamirano Alcocer y su servidor llegamos al hermoso y sombrío jardín ubicado en la colonia Cimatario, entre las calles de Carlos Septién García e Isidro Félix de Espinoza, en una noche de ronda, amigos y guitarras. Veníamos de dar serenata a una tal Maribel por encargo de Jorge “El Morocho” y decidimos tomarnos “la caminera” en ese bello rincón del Querétaro de los años cincuenta. El más viejo era mi compadre Jaime, que ya frisaba los 24 años de edad, y luego seguía yo con 22, y el debate de la noche era saber si admitíamos al grupo “Los Peregrinos” al casi niño Francisco Pérez Rojas.
Al despedirse todos yo me quedé un rato más gozando de la fresca noche abrigado con mi capa de la Estudiantina y mirando hacia el Norte, donde una estrella muy brillante me parpadeaba con gesto cómplice. En mi desvencijada Caribe blanca, año 1980, se escuchaban de manera intermitente piezas musicales como “Tema de Lara”, “La Peregrina”, “Peregrino de Amor”, “Las botas de charro”, “Estrellita” y “Dulcinea”, cuando de repente una mano blanca y larga me toca el hombro izquierdo. ¡Volteo asustado y solamente alcanzo a ver a una mujer de unos 30 años, tocada con un sombrero como de los años veinte del siglo XX, con vestido blanco, con una faz hermosa pero pálida y ojos claros y divinos! “No te asustes peregrino —me dijo la fantasmal figura—, soy esa que andas buscando en tus libros y canciones, Alma Marie Prescott Sullivan alias Reed, “La Peregrina”.
He venido a ti porque sé que tú vas a preservar y difundir mi memoria y la de mi amado Felipe Carrillo Puerto, y por lo tanto puedes preguntarme lo que quieras”. Del susto pasé a la emoción y raudo y veloz saqué de mi carcacha una grabadora que le había volado a mi abuelita Josefina; afortunadamente el aparato traía pilas y me dispuse a entrevistar a mi amor platónico; ella, amablemente, se sentó a mi lado a falta de una banca estilo “los confidentes”. Inmediatamente le suelto la primera interrogante: ¿por qué se enamoró de Carrillo Puerto? Ella me contesta que “por ser un dragón rojo de ojos de jade y alma pura.
Animado por los” alipuses” que había ingerido toda la noche le pregunto ¿cómo conoció a Felipe? Ella alza los ojos al cielo oscuro y me dijo: “Es en el año de 1923 en que Felipe Carrillo Puerto me conoce, yo era corresponsal del TIMES DE NUEVA YORK, de donde me habían comisionado para estudiar las ruinas arqueológicas mayas recién descubiertas.
Ya era yo para entonces una heroína en México al haber logrado el indulto de un mexicano llamado Simón Ruiz en 1921, condenado a la horca en San Francisco. El Presidente Obregón me invitó a visitar el país en 1922 donde fui recibida cordialmente y condecorada por el Gobierno Mexicano. Cuando conocí a Carrillo, éste tenía 49 años y yo 34; él me cortejó con entusiasmo y me dio el nombre de Pixan-Halal que equivale en maya al nombre de Alma Reed”.
Admirando su rostro encantador le pregunto cómo fue su romance con el príncipe maya y alcanza a decirme entre suspiros: “en el otoño de 1923, después de varias semanas de intenso noviazgo, incluyendo un viaje a Xochimilco y a la ciudad de México en compañía de Carrillo, regresé a San Francisco al lado de mi madre, y Felipe debía reunírseme poco después para casarnos en esa ciudad el 14 de enero de 1924, ya que como gobernador tenía un mes de permiso al año para ausentarse de su alto cargo. La clase conservadora de Yucatán, y especialmente la de Mérida, no le perdona a Felipe Carrillo Puerto este amorío que consideraban adúltero, porque el gobernador estaba casado con doña Isabel Palma Puerto desde el 18 de febrero de 1908, de cuya unión nacieron cuatro vástagos.
Pero lo que no dicen sus detractores es que Carrillo Puerto ya era divorciado de su esposa Isabel en ese entonces, a raíz de la ley de relaciones familiares que impulsó Felipe en Yucatán para que si uno de los dos cónyuges quisiera separarse sin mayor explicación, el matrimonio se disolviera.
Muchos chismosos boshitos me inventan que Carrillo promulgó esa ley al enamorarse de mí pero están equivocados: ¡esa norma estaba en proceso desde 1922, un año antes de que yo lo conociera! También me encabrona que los cotillas no digan que Felipe estaba separado emocionalmente de Isabel desde 1919 en que ella se fue a vivir en compañía de la hija menor a La Habana”.
Por qué no se casaron antes? —me atrevo a preguntar impertinentemente, a lo que ella responde: “regresé a Estados Unidos a entregar trabajos e informes, pero además quería que ese viaje me sirviera para meditar muy bien mi relación con Felipe y lo que ese matrimonio le iba a estorbar en su apostolado a favor de los mayas. La muerte de Carrillo Puerto se cruzó antes de consumar el matrimonio”. ¿Aunque usted andaba viajando supo cómo lo mataron? La Peregrina sollozando balbucea: “Alcanzó a escribirme mediante cartas furtivas de su aprehensión.
La sentencia fue cumplida a las 4:45 de la mañana del día 3 de enero de 1924 en el Cementerio General de Mérida.” Con los ojos brillantes por las lágrimas e intensamente azulados, La Peregrina me comenta “la poca madre de los verdugos de Carrillo: éstos contrataron desde diciembre 27 de 1923 un mariachi que estuviera frente a la celda de la penitenciaría donde lo confinaron, tocando a todas horas exclusivamente la canción “Peregrina”, con el ánimo de joder el ánimo del prócer yucateco; de hacerle más difíciles sus últimas horas.
Entristecido por la plática le pregunto por ese viaje a San Francisco para preparar la boda fechada para el 14 de enero de 1924 y me contesta: “Después de que Felipe y yo nos comprometimos formalmente, regresé a San Francisco para preparar mi ajuar de novia y todo lo relacionado con la celebración de la boda.
A pesar de que yo había estado casada con Samuel Payne Reed, eso no me impidió volverme a enamorar y asumir el riesgo que implicaba este nuevo compromiso, pues Carrillo Puerto era un hombre casado. Ahí recibí un telegrama con una noticia devastadora: mi prometido, tres hermanos de éste y nueve de sus correligionarios habían sido ultimados por un pelotón de fusilamiento. Los amores entre el líder yucateco y la periodista estadunidense duraron unos cuantos meses, pero ella le guardó luto toda la vida. Su forma de amarlo más allá de la muerte fue impulsar la pintura mexicana. Gracias a Alma Reed, Orozco pintó sus grandes murales estadunidenses y mediante la galería que abrió en Nueva York impulsó a muchos otros de nuestros artistas como el entonces muy joven Rufino Tamayo. Escribió incansablemente libros y artículos sobre México.
En 1950 volvió al país y vivió diez años en su modesto apartamento de Río Elba 53. Aunque fue recompensada con el Águila Azteca sus condiciones eran tan precarias que sus cenizas quedaron embargadas en Gayosso por falta de pago. La rescató Pablo Bush Romero y como gobernador Carlos Loret de Mola cumplió la promesa —cuando era un joven senador— de que la urna fuera depositada en el cementerio de Mérida, cerca de la tumba de Carrillo Puerto, a pesar de los chillidos de los conservadores yucatecos y de algunos descendientes de Felipe que veían a La Peregrina como una trepadora oportunista.
* Doctor en Derecho y Cronista del Estado de Querétaro