Para mi tía Elia López Labrada, compañera de recuerdos sanbenitenses
Trato en esta ocasión de recuperar para la memoria mocoritense, las imágenes de un conjunto de niños que arropados en la enaguas de la abuela Felipa Valenzuela González, nos miran desde un pasado no tan remoto y si muy querido
Aquellos niños entre los que se encontró mi padre, sus hermanos y algunos de sus primos hermanos, mis tío, vivieron el tiempo feliz, de la infancia, en el pueblo de San Benito Mocorito. Para nuestra fortuna y destino nos heredaron la identidad familiar y el apego a un terruño entrañable, donde aventuramos osadías propias de nuestra condición vital.
San Benito, Municipio de Mocorito, Sinaloa, como muchos de la sierra de este estado, es tierra de antiguas familias que le han dado sentido a un pueblo que tuvo otro paisaje ribereño diferente al actual, ese que nos fascinó de niños; en un río que se conoce como Évora o Mocorito, del cual disfrutamos al remanso de sus aguas junto a los sabinos, agua fresca de los pozos en la arena, la limpida pila de agua termal y el mujido de las vacas y bueyes; el relinchar de los caballos, el resoplar de los burros, mulas y machos bebiendo después de las durísimas jornadas. Aparte de recordar la furia de las avenidas después de las grandes lluvias y la aventura de nadar al ritmo de las corrientes que nos levantaban en vilo hasta depositarnos muy lejanos en la banda contraria, en “la otra banda”.
¡Hay viene la ola!, gritaba la chamacada después de los aguaceros de más arriba y a las siguientes horas, el torrente estruendoso se oía a lo lejos, para después aparecer ante nuestra azorada mirada, agua achocalotada llevando en su impetú piedras, cercos, animales, árboles arancados de cuajo, un cúmulo de naturaleza que anuanciaba otras aventuras. Algunos expertos apuntaban, ese es cedro, aquel es árbol de talco,es un guamúchil o una higuera gritaban otros; aparte de guasimas, palo verde, y otras variedades que no recuerdo.
Río, donde pescabamos mojarras y admirabamos a las lindas mujeres lavando alguna ropa o bañándose en turnos con un respeto proverbial o subiendo la cuesta al pueblo, con las ollas y baldes asentados en los yaguales de tela en círculo, protegiendoles del peso de los recipientes; subían derechitas, equilibrando el bamboleo del agua y mostrando cuerpos de magnifica estructura. Bellas, sonrientes, laboriosas con la platica picante de posibles amoríos o noviazgos, para llegar a vaciar el agua fresca en las tinajas esculpidas en piedra que goteaban en ollas de barro de las cuales bebíamos en jumates.
Agua de río para cocer el maíz, hacer el nixtamal, moler en molinos de vuelta y vuelta, hasta producir una masa que después sufría otro tratamiento en el metate, hasta producir pequeñas bolitas que se torteaban a un ritmo sonoro de manos firmes y delicadas, que colocaban la
tortilla en el comal previamente cubierto de una finísima capa blanca con hueso, salido de la hornilla.
Las tortillas se hinchaban y con las llemas de los dedos ya curtidas, directamente nuestras tías nos las entegaban para untarles cremas, requesones, natas o asientos, a mas de agregarles chicarrones en un deleite ancestral de cada sesión alimenticia.
San Benito, pueblo que avizora nuevos y mejores tiempos, está en nuestra memoria recordando esos templos familiares que fueron las antiguas casonas donde había de todo, con las figuras patriarcales dominando amablemente esas pequeñas y autarquicas unidades de Dios, agustinianas y jesuiticas; propicias al intercambio, donde el compromiso a la palabra era sagrado: portal para platicar en las tardes o entrada la noche, cumplir con la visita a las novias ante el constante pasar de las jovencitas y las chiquillada del pueblo que querían conocer al novio. Sillas de madera con asientos de baqueta, poltronas, amplia mesa, adornada con manteles bordados, cocina con hornilla donde los comales y los azadores de punta, junto con los sopladores acompañaban a las cafeteras; en otro lugar las esteras y zarzos con los quesos y panelas oreadas o frescas, carne machaca. No había refrigeradores, las alacenas escondiendo biscotelas, coricos, panocha compuesta del Valle, pan de mujer y alguna calabaza cocida en piloncillo, mezclada con la leche recien ordeñada de las vacas del corral bajando al río, nos permitían saborear aquellas delicias.
Los arreos, compuestos de aparejos, sillas de montar, bozales, espuelas, cinchos y otros aditamentos eran la escuela ranchera de saber sinchar y colocar correctamente las monturas que olian a sudor animal y no ofendía, para despues con emoción enfilarse al sembradío de Las Guayabías, llevando el alimento (lonchi) del medio día, para en los entretiempos oir alguna aventura o cuento campirano a par de cantar alguna canción.
En esa travesía admirar el paisaje, cazar con tirador o piedras, y al legar ver a los tíos o los trabajadores, preprara la tierra para sembrarla tocando con fascinación el arado de madera y punta de fierro sintiendo el bambolear de las manceras, azuzando a los bueyes con las largas varas que uncidos al tablón (¿) que amarraba el barzón preparaba el zurco que salía derechito por que el secreto era mirar un punto de referencia, arbol, piedra, o lo que fuera ycompletar la tarea sembrando de chorrito o a pazos dando la patada correspondiente.
*Director del Archivo Historico General del Estado de Sinaloa.