Por Rubén Lau*
La precision y la elegancia de los poetas para retratar situaciones complejas son dignas de asombro certeras los más de los casos, en ocasiones fulminantes. Tal vez por eso, casi por regla, son los primeros en entrar en conflicto con los sistemas politicos nuevos y de metas ambiciosas, o con los regímenes remodelados a la inspiración de un líder grandioso; son, los poetas, las tempranas alertas de los riesgos en ciernes en las redenciones sociales, riesgos por lo general asociados a la libertad de expresión, a la libertad de conciencia.
Pero también aciertan al describir alcances de personalidades. Así lo hizo T.S. Elliot en un breve escrito sobre Nicolás Maquiavelo al decir que, con El Príncipe, el florentino no hizo más que describir “el mundo de los asuntos humanos”. Pero qué asuntos.
El mundo del poder, de la política, de lo que hacen los hombres, no lo que imaginan; de las cosas como son y no cómo son ensoñadas, crudamente expuestas. Esto es, pues, lo que se llamó la veritá effetuale, la verdad tal y como es. Con esta característica específica Maquiavelo se distingue de aquellos contemporaneos que habían elaborado textos semejantes al famoso Príncipe, muchos de ellos incluso con el mismo título.
En efecto, los especialistas hablan de un subgénero literario llamado <espejo de príncipes> caracterizado por su temática y sus intenciones. Aunque la especie viene de lejos, tanto El Príncipe como otros escritos de autores diversos, tenían por fin proporcionar a los hombres del poder (reyes, príncipes, jefes de ciudades, etc.) una especie de manual sobre cómo gobernar de acuerdo a los principios morales de la cristiandad; eran como recetarios para conseguir el buen gobierno y garantizar la seguridad y la tranquilidad entre sus súbditos. Se trataba de aportar al gobernante, pues, una suerte de espejo para que pudiese examinar su forma de comportarse y de gobernar.
En última instancia se intentaba promover un comportamiento religioso del hombre poderoso. Y en muchas ocasiones se buscaba incluso llamar la atención de los hombres fuertes para obtener alguna consideración, o alguna posición en el conjunto de oficiales o funcionarios en turno. Tal fue el caso de Maquiavelo, lo dedicó a Lorenzo de Médicis, un miembro más de esa singular familia que por cerca de un siglo ocupó posiciones dominantes en Florencia. Por años circuló el escrito en copias manuscritas y sólo hasta 1532, cinco años después de la muerte de su autor, fue impreso en la novedosa máquina de esos tiempos: la imprenta. Si hubo entonces muchas obras de este tipo, ¿por qué la de Maquiavelo se hizo tan famosa?
Los escritos anteriores a Maquiavelo y los clasificados como parte de ese <espejo de príncipes>, tenían una característica dominante: fundamentaban en las escrituras bíblicas todas las recomendaciones de buen gobierno, desprendían de la Biblia misma las maneras de educar y proceder en la gobernanza. Se trataba, pues, de textos dentro de los cánones del mundo de la cristiandad, cristiandad que era el nexo, el vínculo de identificación entre los multiples pueblos que el tiempo decantará después como naciones nacientes (franceses, alemanes, italianos, españoles, etc.).
En ese contexto, Maquiavelo redacta su librito para exponer lo que ha aprendido: “el conocimiento de las acciones de los grandes hombres”, y se dispone a relatar lo que los hombres hacen en torno al poder y a exhibir lo necesario para obtenerlo y conservarlo, sin consideración alguna de valores morales o religiosos. En una palabra, describe conductas y prescribe reglas a observar para el uso y preservación del poder a secas.
Lo que importa para el código maquiavelano es la eficacia y la virtud no es otra cosa que una hábil combinación de fuerza y de talento sin descartar para ese logro la eliminación del enemigo. No lo dice tal cual, pero bien se acomoda a Maquiavelo la frase común de que “el fin justifica los medios”, o aquella que reza: “Se simula lo que no es, se disimula lo que es.” La lectura de El Príncipe, pues, nos puede mostrar ese pequeño conjunto de expresiones de Maquiavelo que tanto escozor levantó en su época y la posteridad.
Tanto impacto causó el escrito maquiaveliano que se hace de su autor una imagen casi diabólica. En el siglo posterior a su muerte se desenvolvió una polémica sobre el poder y la razón de Estado, debate que produjo en ese amplio lapso 194 obras, de las cuales 66 salieron en el siglo XVI, y 128 en el XVII, y de todas ellas 58 se publicaron en Venecia, 18 en Florencia, 15 en Bolonia y el resto en otras ciudades.
Inauguró el florentino una linea de reflexión sobre la ciencia política como un quehacer social con autonomía y reglas propias que merecían especial y esmerada atención. Tan profunda su repercusión fue que incluso el diccionario universal tuvo que establecer un adjetivo, <maquiavélico>, para tipificar ciertas conductas políticas.
Más allá de las indagaciones de los eruditos sobre la cuna, por ejemplo, del concepto <razón de Estado>, la realidad es que a partir de Maquiavelo se desenvolvió una nutrida discusión sobre ese tema, polémica que debatía si tenia el Estado una razón de sustento propio siendo la primera y vital regla garantizar su existencia misma por encima de cualquiera otra consideración.
Un alemán estudioso del tema escribió: “[La] Razón de Estado es la máxima del obrar politico, la ley motora del Estado. La razón de Estado dice al politico lo que tiene que hacer, a fin de mantener al Estado sano y robusto…” (Friedrich Meinecke). No siempre es fácil hacernos una idea clara de tales conceptos cuando los leemos en esas formulaciones. Por ello, es altamente benéfica la descripción de algún fenómeno, de un ejemplo que ilustre la aplicación de lo definido. Veamos dos casos para acercarnos mejor al tema.
Durante el reinado (1556-1598) en España de Felipe II, nieto de Juana la Loca, aconteció este suceso. El primer hijo del rey, el príncipe Carlos, padecía desequilibros mentales con inclinación a la crueldad con los animales, caprichoso, con arranques de ira y de violencia, llegando incluso a conspirar para destronar a su padre.
Felipe II, convencido junto con el Consejo de Estado de la inviabilidad de su hijo como succesor de la Corona y de la necesidad de apaciguar sus impetuosos desplantes, procedió a solucionar el asunto como lo narra un historiador (Philipp Blom): “La medianoche del 18 de enero de 1567, tras consultar con el Consejo, Felipe se puso el arnés y el casco y se dirigió a los aposentos de su hijo acompañado de un puñado de nobles de confianza.
Entraron en silencio y se adueñaron de todas las armas y objetos pesados que encontraron en la habitación. El príncipe despertó y preguntó en la oscuridad: <<¿Quién anda ahí?>>. La respuesta fue: <<El Consejo de Estado>>. <<¿Su majestad ha venido a matarme?>>, preguntó el príncipe, ahora totalmente despierto, pero le aseguraron que no corría peligro”.
Lo demás es desenlace: fue recluído en sus aposentos y luego trasladado a otro lugar, entró en huelga de hambre y la mente terminó por trastornarse para terminar su existencia un año después. Parece claro, pues, que la necesidad de garantizar la continuidad y seguridad de la monarquía demandaba descartar al primogénito de la sucesión imperial; o sea, la razón de Estado exigía esa solución.
El otro caso es más crudo, según narra este mismo historiador en El Coleccionista Apasionado, al referirse a Alexis, hijo del zar Pedro el Grande, quien también llegó a conspirar contra su padre para derrocarlo. Este lo hizo azotar hasta fallecer, otros dicen que le ayudó a morir ahorcándolo con sus propias manos. El Estado, pues, su razón de ser, no admite competencias de mando ni conspiraciones disolventes. En ambos sucesos la acción obedeció a la misma regla, aunque el condimento fue distinto: en España estuvo atizada por los desvíos mentales del heredero, en Rusia el hijo se rebelaba contra el autoritarismo de su progenitor.
Sirvan, pues estas líneas para estimular la curiosidad y ser una invitación a leer a Maquiavelo, un autor clásico que seguramente nos ayudará a comprender los alcances de muchas conductas que observamos a diario en el mundo de los politicos.
*Maestro en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Chihuahua