Por Andres Garrido*
Asegura la historiadora Martha Robles que ya desde las capitulaciones matrimoniales de 1857 se reconocía la esterilidad de Maximiliano para tener descendencia, lo que en el caso de la pareja imperial era una cuestión o razón de Estado, por lo que en un viaje que el archiduque realizó sin Carlota por el Bajío mexicano en agosto de 1864 decidió adoptar como príncipe heredero a un bebé indígena queretano –nacido en la zona de El Pueblito-, cuestión que no avisó a la archiduquesa, quizás porque el infante murió a los dos días de su unción como príncipe Habsburgo.
Pero los intentos no cejaron y también en Querétaro –concretamente en la fábrica de tabacos de San Fernando- vivían Agustín de Iturbide y Huarte y su esposa estadounidense Alicia Green, con su hijito Agustín de dos años y medio de edad al que los archiduques quisieron reconocer como heredero con la condición de que fuera educado en París por José Manuel Hidalgo al igual que el joven de catorce años Salvador Iturbide, como segundo en la línea hereditaria.
Todo este drama terminó con el episodio del Cerro de las Campanas no sin antes haberse opuesto la madre de Agustín y su correspondiente litigio ante la representación norteamericana para exigir la entrega de su hijo, el cual había acompañado a Max y Carlota por algunas giras de trabajo y paseos. Maximiliano y Carlota, tras los años de matrimonio pasados sin descendencia, convencidos de que no podrían tener hijos propios y ante la buena acogida que había tenido en México su presencia, quisieron adoptar un heredero.
Estimaron que mucho halagarían a los mexicanos si adoptaban como príncipe imperial a uno de los nietos del efímero emperador mexicano Agustín de Iturbide y Arámburo, de nombre Agustín de Iturbide y Green, cuyo padre, Ángel de Iturbide vagaba en la corte imperial sin oficio ni beneficio. Este golfo —Ángel— nació en Querétaro en el año de 1816 en la fábrica de tabacos de San Fernando, ubicada en la calzada de Belén (hoy Ezequiel Montes) y vivió hasta 1821 en que su padre se lo llevó a la ciudad de México y después siguió a sus progenitores al destierro.
A la muerte de su padre Agustín en Padilla Tamaulipas, Ángel, su madre Ana María y su hermano Salvador, se fueron a radicar a Filadelfia, donde se educaron a costa de la pensión del gobierno mexicano, casándose Ángel con la norteamericana Alice Green, quien le dio un hijo al que llamaron Agustín en honor del prócer caído en desgracia. Este niño es precisamente el que adopta la pareja imperial y lo hacen príncipe imperial, colocándole bajo la tutela de su tía abuela Josefa –hermana de Agustín- y quitándole para todos los actos oficiales el segundo y plebeyo apellido Green. Ahora Alice se arrepintió y el gobierno estadounidense emplazó a Max para que entregue al chiquillo.
También quiso adoptar Max, sin permiso de Carlota, a un escuincle morenito y feo de Ceja de Bravo en Huimilpan como príncipe imperial, pero con tan mala suerte que murió a los dos días de la decisión en medio del sigilo de la corte imperial, y quisieron ocultar el hecho al público mexicano.
Si me permiten ahondar en el tema muchachos, porque muy pocos saben los detalles –salvo don Hilarión Frías y Soto- y además el hecho es de interés sumo porque da una pista notoria para perfilar el carácter moral de ese joven austriaco que entró como un extraño al suelo de México sin conocernos. Un día, delante del ministro de Guerra, don Juan de Dios Peza, y de otro personaje, Maximiliano les comentó que había proyectado adoptar un niño de raza indígena pura y de la clase más pobre. ¿Era que pensaba así el príncipe extranjero hacerse popular y querido de la casta más numerosa, aunque más desgraciada y miserable del país? ¿Pensaba así hacer olvidar que era extraño en aquel suelo y asimilarse a aquel pueblo que no quería aceptarlo como miembro componente de su cuerpo social? Si éste era el único impulso de aquel proyecto, y no es posible suponerle otro, preciso es confesar que la idea era mezquina, pequeña y casi ridícula.
Una de las personas a quienes se interrogó sobre la manera de conseguir un indito para adoptar dijo que un hacendado de apellido Acevedo, a la sazón prefecto municipal de Querétaro, podría dar un dato mejor. Y en efecto, se llamó al rico propietario y éste, de la mejor voluntad, buscó y encontró en unas de sus haciendas, situada al sur de la ciudad, un indio que vendió al ministerio imperial y según se dijo era hijo natural suyo, es decir, no reconocido, fruto de su derecho de pernada. Sin embargo, en el acta civil se hizo constar que era huérfano, y sobre todo, que no estaba bautizado aún, porque importaba mucho llevarlo a la fuente jordánica a fin de que la solemnidad del sacramento hiciera más rumbosa la aceptación.
Efectivamente, en la hacienda de Bravo, propiedad de Acevedo, se encontró el niño indio que se deseaba: era un infante de algunos meses, raquítico, débil y casi monstruoso, con su piel cobriza y rostro conservando aún toda la fisonomía del feto. ¡Se compró a aquel recién nacido para hacer un príncipe imperial! En un país monárquico adonde se acepta, aunque de una manera latente el derecho divino de las dinastías, esta aceptación hubiera sido muy grave ya que se desataría un conflicto de sucesión al morir el soberano- apuntó Jorge Isaac-, pero en México sólo provocó risa el ver a un indígena convertido en príncipe imperial. Sin embargo, se procedió a bautizar (acaso por segunda vez) al niño adoptado y la ceremonia se hizo con toda la pompa que fue posible en la provincia. El médico Vicente Licea fue elegido por el emperador para llevar al príncipe a la pila bautismal.
El clero tendió el templo con todos sus viejos cortinajes de damasco. El altar cintilaba con las luces de mil cirios y la orquesta y coros hacían vibrar el espacio con los amplios y sonoros nódulos de su armonía- relataba don Hilarión, celoso liberal queretano-, oficiaron el cura Agustín Guisasola y el gobernador de la mitra, Barbosa, cobrando el clero por aquella ceremonia y sacramento trescientos sesenta y cinco pesos.
Pero el compadre de Maximiliano –y padrino del niño-, el doctor Licea, sostuvo que sólo debía pagarse la oblata de la tarifa cristiana, es decir, los diez reales que siempre cobra la Iglesia Católica por hacer cristiano a un niño.
Esto provocó serias alegatas entre la Iglesia -que no quería ni podía sufragar los gastos erogados- y el fisco, que no encontraba la manera de justificar ese gasto no considerado en el presupuesto de egresos. Por fin se pagó por órdenes de Maximiliano y los curas entraron en sosiego.
El príncipe imperial llevaba ya, en virtud de aquel acto sacramental, los rimbombantes nombres de Fernando, Maximiliano, Carlos, José María y Librado. Los dos primeros en honor del archiduque; el tercero por Carlota; el cuarto por el emperador de Austria y el quinto –Librado-, por haber nacido el 17 de agosto.
Efímera tenía que ser la vida del nuevo príncipe mexicano. A pesar de los cuidados que le prodigó su padrino Licea, quien quedó encargado de su tutela, el niño murió pocos días después e inmediatamente se dispuso un elegante catafalco cubierto con un paño de terciopelo morado, en cuyos cuatro ángulos se veían las armas de Austria, sólo que no de tela sino de papel dorado.
El salón donde se colocó el túmulo estaba alumbrado profusamente con cirios elegantes a pesar de que se había enviado un telegrama a Maximiliano participándole la infausta nueva, y preguntándole con qué ceremonial debía inhumarse el cadáver y de qué fondo se sacaba el dinero que debía costar un entierro pomposo.
El archiduque, que por naturaleza era sencillo como un cuáquero, contestó ¡que no se hiciera gasto alguno y que se enterrara al niño adoptado como a un cualquiera!
*Doctor en Derecho y Cronista del Estado de Querétaro.