Por Carlos Varela*
Escribo este artículo precisamente el día que mi madre murió, martes 13 de enero de 2015, día trágico, cuando bajan su cuerpo sin su ruajh, en ese instante me enfrento a la desgarradora soledad que tironea la carne, por ello le escribo para honrar su memoria y recibir de la escritura un resguardo, porque somos sólo eso, un resto, un trazo de escritura que queda amartillado en signos, símbolos que nos deletrean.
Mientras preparan su cuerpo para el funeral, pasan por mi mente los años más bellos que viví en los ojos de mi madre, su lucha, fuerza y tenacidad así como su gran inteligencia hacían de ella un personaje sin igual, ella en mi infancia hacía que las cosas vinieran con color de magia, los nudos más difíciles los soltaba, solamente con palabras, era delfos, y descifraba para envidia de los griegos los problemas más acuciosos que se me presentaban, algunas veces con estruendosos silencios, y otras con palabras sabias que ya hubiera querido nuestro querido Freud. Si bien ella no sabía del lenguaje psicoanalítico, si sabía a qué santo encomendarse, de ahí que tuviera conocimiento de lo extático del goce como santa Teresa, aunque a diferencia de ella no sudada por esa causa. Sin embargo, tenía un brillo agalmático que la colocaba como tesoro de significantes.
Ahora, observando su ataúd, me parece un libro que ha cerrado su capítulo, mirar, siendo eso que ya no es, despliega sensaciones diversas, tristeza, nostalgia, incertidumbre, pero sobre todo, esa incertidumbre que acalambraba al señor Valdemar, que magistralmente Allan Poe nos estremece con su relato; y todo porque me entregaron algo de ella que no es, un rostro siniestro que la muerte nos refleja y que la convierte frente a mi mirada como una desconocida, un éxtimo demacrado, con una leve sonrisa que la muerte no pudo opacar, por eso mi madre era única, singular, muy necesaria, aún frente a ese brillo perdido de su mirada, yo quede expulsado de la niña de sus ojos, y extraviado, colocado en esa incertidumbre volvía a mi recuerdo mi ser para la muerte. Apenas un día antes, ella aún se aferraba escandalosamente a la vida, haciendo frente heroicamente a miles de restos pulsionales, que con alevosía y ventaja la amordazaban con gritos en el hospital.
Pedazos de goce mordisqueaban sus palabras haciendo de ellas solamente dolorosos quejidos, significados sin significantes que llenaban de impotencia mi subjetividad, si acaso, alguna lágrima limpiaba el áspero terreno que el orden pulsional agrietaba, con ese goce sin nombre que a falta de otra cosa nombramos como muerte, era la grieta que cavaba lo pulsional llamada tumba, que esperaba depositar ese significado sin significante que el dolor había convertido a mi madre en un mártir del goce y sacrificada por el orden pulsional estos gritaban con voz siniestra, misión cumplida, y yo como un espectador tras bastidores me encontraba todo lleno de impotencia.
La sabiduría de mi madre no le venía de este mundo, ella estaba confabulada con otro mártir que según voces extrañas dominaba todas las galaxias, ven lo irreverente del saber de ella, quién le podía debatir a mi madre con su infalible certeza, si su saber no era de este mundo, venía de otras galaxias, el mismo Yavhe la conducía de sus manos, bastaba con rezar sus rosarios y entonces en esa comunión divina no había saber en el mundo que pudiera objetarle esa comunión, así era mi madre, ganaba el juego sin jugar ni apostar, pues ella según me dicta mi niñez me inventaba los juegos, cuando uno es hijo de este tipo de madre, es obvio que siempre las jugadas de la vida serán ganadas, porque una madre con esas confabulaciones hasta donde podrá llevarnos, ella como siempre lo dijo, su saber no era de este mundo y mudo a esos mundos vetados para lo vivo, eso y muchas otras cosas más fue mi querida madre, para ella mi apreció y gratitud, te admiro y muchas gracias por haberme dado tu respiración, tu lenguaje, te amo mamá.
En el siguiente fragmento de Villaurrutia dejo entrever porqué la literatura implica una curación, ya que ellos –los poetas- saben deletrear el alma…
Nocturno en que nada se oye
Fragmento:
¿Qué son labios? ¿Qué son miradas que son labios?
y mi voz ya no es mía
dentro del agua que no moja
dentro del aire de vidrio
dentro del fuego lívido que corta como el grito
y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el Caracol de la oreja
el latido de un mar en el que no se nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mi la red de mis nervios
más huye todo como el pez que se da cuenta
hasta siento que el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.
Nostalgia de muerte.
Xavier Villaurrutia.