Por Leonidas Alfaro Bedolla*
Al recordarlo se me arruga el cuero y hasta siento frío, aquel frío que me envolvió al ir caminando sobre las maderas que crujían bajo mis pies; la escena la recuerdo tétrica porque del río brotaba una espesa neblina, sólo miraba las vigas y travesaños de los arcos de acero que pintados de color aluminio, contribuían a una escena de misterio. De repente, se me apareció, y en nada estuve a punto de soltar la lonchera que contenía el desayuno de Oscar, mi hermano, que trabajaba en la embotelladora de Cocacola. Ella era blanca, muy blanca; su rostro me atrajo por aquella mirada verde mar, fija, serena, orientada hacia el frente; petrificado la vi pasar como si flotara; su espalda cubierta por una cabellera pelirroja le tapaba hasta abajo, sólo vi sus piernas y talones que apenas se alzaban lo indispensable. Poseído me quedé, y su imagen se esfumó en la bruma. Minutos más tarde, el ulular de una ambulancia me hizo dar un respingo; metros adelante estaba la entrada del hospital civil; envuelta en una sábana la bajaron, pude saber que era ella por su cabellera pelirroja. Al darme una Cocacola, Oscar me dijo: -Pareces asustado, como si hubieras visto un fantasma. Desde los barandales del puente se disfrutaba de un paisaje de ensueño; la vegetación de las riberas del Tamazula eran impresionantes, uno podía imaginar al legendario Tarzán volando en lianas que pendían de ceibas, álamos, higueras…
Y eso sí, mirar conejos, liebres, armadillos, víboras. Se disfrutaba del agua cristalina, las mojarras, los bagres y una gran variedad de aves, entre las que destacaban las garzas, aquellas esbeltas aves ligaban con la verdura y colorido de la flora, y producían cuadros increíbles. Desde ahí también se podían ver los torreones de la cárcel del Estado, era un edificio de altas paredes de ladrillo y gruesos enrejados, típico de la era porfiriana; en la parte alta se podía adivinar el paseo que de punto a punto hacían los guardias, los delataba el brillo de las bayonetas que portaban sus fusiles.
También se podía admirar El Casino de Culiacán, edificio modernista de los años cincuenta; su amplio balcón se iluminaba durante las fiestas que organizaban los potentados y políticos de aquellos entonces; ahí se disfrutó de las mejores orquestas, entre las más destacadas, la de Pablo Beltrán Ruiz; de artistas, alguna vez disfrutaron al célebre Agustín Lara. De políticos, destaca la visita del presidente Adolfo Ruíz Cortinez. El puente Cañedo fue escenario de fiestas y tragedias. La fiesta más rumbosa era el 28 de diciembre, sí, el día de los santos inocentes (¿?), era promovida por el H. Ayuntamiento. Los arcos que eran de acero, alguien comentó que habían sido diseñados e importados de Francia, no lo sé, pero la belleza que imponían podía admitirlo. Ahí, sobre el piso de madera se bailaba al son de la tambora; en improvisadas fondas, se disfrutaban las exquisitas tostada, tacos, gorditas, asado, pozole, menudo, buñuelos; desde luego, se tomaba cerveza, vino y mezcal Chacaleño. Era un ambiente en el que el señor gobernador del Estado, el presidente municipal y los diputados, se divertían junto con su pueblo. Eran tiempos de cuando hasta ellos, eran más justos y humanos. Las tragedias fueron muy sonadas, sobre todo por los suicidas; muchas y muchos decidieron poner fin a sus vidas lanzándose al Tamazula.
Una tremenda inundación fue observada desde sus barandas; la muchedumbre abarrotó el puente para ver pasar lo que arrastraban las aguas, el nivel casi rosaba la estructura; se divertían viendo los restos de chozas, arbustos, enseres; de pronto un tejaban con gallinas, gallos y hasta un perro. Un par de puercos pasaron con caras sonrientes, felices de flotar; pero fue una vaca la que atrajo más la atención, el vaivén de la corriente permitía ver que su panza iba llena, inflada como globo. Celso Peña, nieto de un famoso bandido, intentó hacer gala de sus habilidades, hecho lazo a la vaca, pero el peso y la fuerza de la corriente lo levantaron sobre la baranda lanzándolo; eso provocó el pánico de la gente; aterrados lo vieron perderse en un remolino; por más que lo buscaron, jamás de los jamases se le volvió a ver. El puente Cañedo obedecía su nombre al General Francisco Cañedo, mas, no se supo cómo y por qué decidieron cambiarle de nombre, ahora por el de don Miguel Hidalgo y Costilla. Dicen que el argumento que causó tal decisión, fue la de borrar vestigios y recuerdos de la tiranía que impuso la dictadura de don Porfirió Díaz. Sin duda, el cambio en aquel entonces fue bien aceptado; ahora seguimos urgidos de cambios, precisamente para tumbar lo que muchos detestamos: La dictadura imperfecta.
*Novelista sinaloense.