Por Miguel Ángel Avilés*
Si las compañías que fabrican las corbatas tuvieran consumidores como yo, hace mucho que se hubieran dedicado a otra cosa; si me he puesto ese atuendo en cinco ocasiones, se me hacen muchas y sólo porque irremediablemente la ocasión lo amerita.
Creo que la primera vez que me pusieron una, me marcó para siempre y ya no he vuelto a tener una buena relación con ellas. Habría tenido menos de seis años cuando mis padres quisieron poner su granito de arena en una boda y me aventaron al ruedo para que yo fungiera como pajecito. Esa imposición trajo consigo mil rabietas pero el poder familiar se impuso y no hubo más que acatar a regañadientes esa orden que por sí misma era humillante.
Lo que tampoco me pareció sano fue que ninguno se hubiera dignado en comprar una corbata para niño, sino que, sacada de quien sabe que cajón, tuvieron a mal recurrir a una medida, supongo, el doble de mi estatura y sin medírmela previamente, me la pusieron una par de horas antes de que se llevara a cabo la ceremonia, lo que obligó a mis modistas a remediar ese contratiempo con chicanadas que no evito sonrojarme cuando las recuerdo.
Me enfundaron en un traje negro-creo- y a lo último, mi madre me puso en posición de firmes para llevar a cabo la faena. Me rodeo todo lo largo de la corbata alrededor del cuello como si prepara a un condenado para la horca y se dispuso hacer el nudo con los extremos de la tela que casi rosaban el suelo. Yo cerré los ojos, imploré a Dios, me confesé en silencio y pedí el último deseo. En eso estaba cuando sentí el jalón y pensé que había llegado la hora. Me imaginé con mi lengua de fuera y mi piecitos colgando frente al júbilo de los parroquianos que miraban el espectáculo y se regocijaban porque yo hubiera recibido ese escarmiento.
Mi madre me sacó de lo absorto dándome un manaso en mi hombro para que me estuviera quiero y ajustó el nudo que, según ella, le había quedado de maravilla. Le hice una seña con mis ojos para que lo aflojara tantito porque no podía respirar y afortunadamente me entendió pero no tanto como darse cuenta que yo definitivamente no me quería poner esa chingadera.
De algún modo emparejé las cosas cuando, rumbo a la iglesia, hube de sentir ganas de orinar y entre ambos, papá y mamá, tuvieron que lidiar con ese mazacote que ellos mismos habían confeccionado y que ahora se escondía en mis pudores.
No sé cómo desataron aquello pero todo lo hicieron justo a tiempo antes de que su criatura, sin más remedio aflojara sus esfínteres y sintiera dentro de sí una libertad tan necesaria.
Eso provocó que llegáramos a la iglesia cuando a la entrada el cortejo ya se estaba formando. Una niña de ojos azules me miró con fulgor y entendí que era con ella con quien habría de tomar la cola de la novia. No sé que dijo pero opté por no contestarle porque en aquel entonces aún no tenía plena conciencia de la perspectiva de género y esas cosas, de tal suerte que si llegaba a colmarme, yo entraría en cólera y le metería unos chingazos.
Mi madre lo sabía y por eso no me dejó solo, caminaron conmigo y de esa forma la procesión que seguía a la novia entró sin contratiempos hasta donde estaba ese cura que ya le decía cositas al oído al sacristán que seguramente no eran de esas que ahora ustedes se están imaginando.
La niña se acercó más a mí pero preferí ignorarla para no crearle falsas expectativas y me dediqué a lo mío. Mamá me miraba con orgullo, sin importarle que en mi entrepierna un nudo de tela me estrangulara. Así aguante toda la misa y la salida de la iglesia cumpliendo el mismo ritual con el que había entrado. Cuando lanzaron el arroz, unas palomas aterrizaron a comer y sentí la necesidad de montarme en una de ellas y salir volando de ahí para quitarme la corbata y aventarla desde los aires como la novia lanzaría el lazo. Nada de eso pude hacer y tuve que aguantar los tirones en mis huevos durante todo el tiempo que duró el trayecto de la iglesia al rancho y luego la pasarela que tuve que hacer con familiares y amigos para que mi madre se sintiera orgullosa de ver su hijo menor vestido como la gente.
Por eso creo que la primera vez que me pusieron una corbata, me marcó para siempre y ya no he vuelto a tener una buena relación con ellas. Por eso creo que si me las he puesto más de cinco veces son muchas y nada más porque no me queda otra.
Mas delante, cuando tenga ganas, le contaré las otras cuatro veces que me he puesto una. Dicen los que conocen de buenas fachas que no me veo mal, no al menos por culpa de la corbata. Quién sabe. Habré de seguir poniéndolas si no me queda otra, pero no les prometo nada. Que las compañías que las fabrican ni ilusiones se hagan.
*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.