Por Andres Garrido*
En el cuartel general se recibe un largo telegrama el 18 de junio por la tarde noche. Era de Sebastián Lerdo de Tejada y puntualizaba al detalle lo que debía hacerse con los cadáveres de los fusilados: con los de Mejía y Miramón se dejaba entera libertad para hacer con ellos lo que los deudos quisieran y, si éstos no acudían, entonces el cuartel general se hiciera cargo del embalsamamiento, oficios religiosos, transporte e inhumación de una manera digna. Cuando sus compañeros visitaban en su celda a Mejía, éste apenas respondía a medias con palabras ininteligibles, volviendo a caer en el silencioso abatimiento de los indios.
Más tarde le sacarían sus trapitos a Mejía sobre un hijo bastante grandecito y una legal esposa… Mejía por su parte, formula un sencillo testamento en el que deja a su joven mujer Agustina Castro y a su pequeño hijo dos casas de adobe y dieciocho vacas, sus únicas propiedades. Otra versión cuenta que Mariano Escobedo, el general en jefe, acude a la celda de Mejía hasta este día 18 (y no el día 16 de junio) cerca de la medianoche y le propone a éste que se deje conducir a San Luis Potosí fuertemente escoltado, bajo su responsabilidad (la de Escobedo), para arreglar su situación, pero el bravo queretano se niega a tan gentil ofrecimiento si sus dos compañeros van a ser fusilados.
Existe una leyenda muy queretana en torno a los auxilios esperados por los imperialistas antes y durante el sitio. El general Tomás Mejía –“Jamás Temió”, como lo llamaban los serranos y citadinos- vivía con la esperanza de que llegara de la Sierra Gorda el general Rafael Olvera, oriundo de Jalpan, con miles de hombres de refuerzo y un cargamento de oro y plata. La plata en monedas y el oro en lingotes; todo ello proveniente de las minas ubicadas en San Antonio de El Doctor, comunidad perteneciente a Cadereyta, en donde “Jamás Temió” gozaba de amigos generosos que no dudaron en hacer una cooperación para ayudar –no tanto al imperio sino al amigo- y reunieron hasta setenta y cinco mil pesos en plata, algo de barras de oro y treinta mulas para el traslado. Esto, independientemente de que el general Rafael Olvera hubiera rendido las armas y firmado un armisticio en Jalpan después de finalizado el sitio de Querétaro.
Lejos habían quedado para Mejía aquellos días en que gobernando su tierra natal, nombró a la Virgen de El Pueblito generala del ejército conservador, imponiéndole el bastón de mando en día legendario. Mas este amor, no menguaba su apego por la Virgen de Soriano, a la que con rústicas palabras se dirigía cuando se encontraba en batalla orándole: “Madre mía de Soriano, sácame del charco”. Ahora, se encontraba atrapado junto con un príncipe inestable que nunca entendió que las mejores ideas para evitar el sitio o escapar de él, venían de Miramón y de él –Mejía-, nunca del traidor y canalla de Leonardo Márquez. No queda nada para rescatar a “Papá Tomasito” –como le llamaban los indígenas serranos- más que el tesoro escondido en El Doctor, por lo que el recurso mineral empieza a salir de los escondites. Son oro y plata relucientes, puros, y en grandes cantidades. Sobre los lomos de los asnos y mulas va cayendo la preciosa carga, y se le disimula en burdos costales, revolviéndola entre el blanco maíz.
Allí van los indios de Mejía entre difíciles vericuetos, de El Doctor hasta Higuerillas, de Higuerillas a Tolimán y de Tolimán a Bernal, haciendo este extraño recorrido que pudo ser más directo por Vizarrón, y de ahí a Bernal, pero las circunstancias de la guerra así lo exigían.
En este risueño pueblo son recibidos por el próspero comerciante don Tiburcio Ángeles, quien los atiende en el mesón de San José de su propiedad (actual casa de doña Chela Cabrera Delgado). Para Edgardo Cabrera, el tesoro fue dejado en los sótanos de la casa de don Tiburcio (hoy casa de la familia Martell Montes en la plaza principal de Bernal) y en el túnel que unía aquélla con la iglesia parroquial, no en dicho mesón. Para el maestro Ramírez Álvarez, todavía pasó la recua del tesoro por el municipio de Colón, llegando hasta la hacienda de “La Esperanza”, antigua propiedad de doña Josefa Vergara y Hernández, benefactora de Querétaro, en donde la descarga de fusilería del cerro de Las Campanas los encontró el 19 de junio de 1867 a las siete y pico de la mañana, por lo que, dolidos por considerar que el mencionado tesoro no había servido para salvar la vida de don Tomás y sus dos compañeros de armas, decidieron tirar o esconder dicha fortuna en la Peña de Bernal, concretamente en la mina denominada “Chica Roma”, según las lenguas bernalenses. Los afectos a Mejía sentían que les quemaba las manos tal riqueza si no había servido para tan noble y alto fin.
Llegó el 19 de junio y la ciudad había despertado a las cuatro de la mañana con el ruido ensordecedor de las tropas marchando de sus cuarteles hacia el cerrillo del cadalso al ritmo de tambores, cajas de guerra y toques de clarín. Van a las órdenes del general Jesús Díaz de León y se integran por cuatro mil soldados. Hacia las seis de la mañana queda formada la tropa en el cerro de Las Campanas, incluyendo los tres pelotones de fusilamiento –uno para cada condenado- que estarán a escasos cinco pasos del paredón, el cual fue hecho con los adobes que forzosamente habían fabricado los reos de las cárceles queretanas antes del sitio para construir trincheras. A esa distancia ni modo que fallaran los tiradores al mando del capitán Simón Montemayor.
Me quedo con la versión de que eran tres pelotones, uno por cada ejecución, formados cada uno por siete miembros según las fotografías del señor Aubert las cuales fueron tomadas siete días después de ocurrido el fusilamiento por orden de Escobedo. Eran tan especiales las armas de los tiradores escogidos para la ejecución que, al terminar ésta, en su cuartel les fueron recogidas éstas y les dieron otras de uso ordinario. Los miembros de los pelotones eran sargentos segundos. A las seis y media de la mañana pasó por los detenidos el coronel Palacios fuertemente escoltado y los condujo a los carruajes de sitio 10, 13 y 16 que habían sido alquilados por el cuartel general desde la noche anterior y que ya esperaban afuera del claustro.
Antes de bajar la escalera Miramón le preguntó a Maximiliano quién de Mejía y él harían el papel de Dimas y quién el del mal ladrón llamado Gestas, a lo que el austriaco contestó: “Señor general, ya no es tiempo de chanzas, puesto que la cosa es bastante seria”. Ocupa el carro 10 Maximiliano en compañía del padre Soria, Miramón sube al 16 acompañado del canónigo Pedro Ladrón de Guevara y, finalmente, Mejía asciende al carruaje 13 en medio de los religiosos José María Ochoa y José Francisco Figueroa. Se organiza la marcha con una fuerza de caballería al frente y otra posterior, que va por las calles de El Placer, La Laguna, La Fábrica, San Antoñito y de El Campo (actuales Hidalgo poniente desde Guerrero hasta Tecnológico).
*Doctor en Derecho y Cronista del Estado de Querétaro.