Por Claudia G. Chávez*
-¡Disculpe usted!, no lo vi, soy una torpe- dijo ella, al chocar con Alejandro que se agachaba a recoger su maletín en el andén. El tren de las 6 de la mañana estaba a punto de partir.
-No se preocupe, yo también ando distraído, ¿se lastimó?
-Estoy bien gracias- contestó ella. -Déjeme ayudarla- se adelantó Alejandro, mientras tomaba el pequeño veliz de Elena. De verdad es hermosa –pensó el joven- y para hacer plática le explica:
-Vengo con unos amigos y no los encuentro, es la primera vez que viajo en el Águila Azteca. Y mirando aquellos ojos hechiceros, casi en susurros le dice:
-Todo aquí es más bello.
Elena se ruboriza. Tenía mucho tiempo que esa sensación de calor no subía a sus mejillas. Sus ojos negros brillaron como un solitario relámpago cuando atraviesa el cielo nocturno.
-Aquí es mi camarote, muchas gracias. Ella toma el veliz, entra y cierra con cierta ansiedad la portezuela. Se recarga y respira agitada. Del otro lado, Alejandro se queda parado, visualizando la imagen de Elena.
En la noche, cientos de kilómetros de vía después, los amigos de Alejandro sentados en la mesa, ríen festejando las andanzas contadas. Alejandro, distante, no participa en la conversación, apenas lo sacaba de sus pensamientos el sonido de la puerta del vagón comedor, cada vez que alguien entraba. Ella no aparecía. Deseaba ir a buscarla, a preguntar si todo estaba bien, sin embargo no era apropiado.
-Sonrían por favor, es para nuestro archivo- y toman una foto. El uniformado ofrece explicaciones. Alejandro no voltea. Su perfil encriptado, perdido en el mar profundo de esos ojos negros, permanecía en espera.
-Pasen, pasen está abierto- contesta Elena. Dos empleadas del tren se acercan a su cama. Una le trae té y la otra, con una cámara en mano le pide permiso:
-Señora Villalba ¿le puedo tomar una foto? Es para nuestro archivo de los servicios que tiene nuestro tren. Elena se tocó el cabello y asintió con un delicado gesto. Al menos estoy arreglada -pensó- mientras sujetaba la taza.
Al salir las mujeres, Elena se quedó preocupada por el sueño interrumpido… Cómo era posible que ese joven desconocido la hubiera perturbado tanto, hasta el grado de soñarse desnuda en sus brazos, sentir la fiebre de su cuerpo, transportarse al ritmo acompasado del tren y arder junto con él…
En eso tocan a su puerta otra vez. Nerviosa, a punto de preguntar quién era, escucha una voz íntimamente conocida:
-Señora soy Alejandro, la ayudé con su veliz en el andén y…
*Texto que forman parte de la antología “Vagones de letras”, publicada
por el Museo de la Revolución en Sonora (2014). Ciudad Obregón