Por Leonidas Alfaro Bedolla*
George B. Smith se levantó de la cama y sintió un leve dolor de cabeza, sin embargo, sonrió, al recordar que era la resaca producto de los tragos que la noche anterior había bebido en compañía de James y Samuel, sus viejos amigos del bar. Por cierto, sólo a ellos les permitía que le jugaran bromas por su cuello largo, por lo que le apodaban El buchón Smith. Aquel día es muy importante para él, era la víspera de su jubilación.
Durante treinta años había servido, cómo el mismo presumía decirlo, para una gran nación. Fue a la cocina y se preparó un café, tomó dos aspirinas, entró al baño y momentos después salió de su departamento. En su rostro se dibuja una sonrisa, es por su estado de ánimo.
Bajó del metro, y en minutos subió al elevador de una de las famosas torres gemelas de Nueva York. Faltaban cinco minutos para las siete de la mañana, tiempo suficiente para llegar al piso 105, su punto de vigilancia, al entrar al primer pasillo, se reportó a la base que estaba en el sótano, el encargado algo comentó y le provocó una risotada, su entusiasmo era evidente.
Inició su recorrido con mirada de vigilante acucioso, de cuando en cuando, disfrutaba del imponente panorama que desde aquella altura es impresionante. Su mente empezó a divagar, con nostalgia recordó cuando su jefe, el comandante de policía, lo llamó a su despacho para asignarle el puesto, habían pasado ya tres años; sonriente le informó que desde ese momento ocuparía un puesto de altura, la ocurrencia le provocó hilaridad y su risa llamó la atención de dos peruanos que se encontraban cerca haciendo labor de limpieza, al darse cuenta, con un gesto duro impuso su autoridad policial, luego, a manera de saludo se tocó el kepí con la punta de la antena de su walki-toki; se encaminó hacia el pasillo que daba hacia la bahía de Manhatan.
Aquella vista le gustaba en particular, porque desde ahí, en una dimensión que le parecía adecuada, medía el poder de su país. Convencido estaba de que no había otro más poderoso, por tanto él, como representante de la ley de nación tan poderosa, no debía permitir ninguna falta de respeto, pues de acuerdo con la formación que había recibido desde el kindergarten, todo norteamericano, ante todo y por sobre todo, debe imponerse para seguir ocupando el primer lugar: ever for ever numer one.
Cuando militante de la marina recordó su participación en la guerra de Vietnam. Ante sus amigos fanfarroneaba aquellas viejas hazañas en los frente del combate, de su férrea lucha ante los engendros del comunismo, decía: eran hijos del mal, representados por Ho-Chi-Minh.
Muy en el fondo se guardaba, que por su condición de norteamericano de origen sajón, corpulencia y estatura de l.93 metros, pronto fue apartado del frente de batalla. La orden había venido del mismo general Robert S. Bush, comandante en jefe de la base militar quien de inmediato le otorgó el grado de teniente, sólo por ocuparse como su chofer y guardaespaldas.
El Buchón Smith, rápido aprendió a organizar bacanales en las que su jefe y un selecto grupo de amigos, militares de grado, por supuesto, se curaban sin escatimar recursos, el stress que les provocaba el tenso frente de guerra.
La marihuana, la cocaína, la cerveza y el güisqui, eran sus mejores relajantes; no podían faltar las vietnamitas, puestas a disposición por los sátrapas que suplantaron a los auténticos dirigentes del heroico pueblo asiático.
De aquellos recuerdos disfrutaba el Buchón Smith cuando torcía por el pasillo que daba vista hacia el Central Park, distraído, casi tropieza con un par de barbudos árabes ataviados de túnica y turbante, entonces, sus recuerdos se trasladaron hacia Irán, allá fue comisionado el general Bush para dirigir las escaramuzas que lograron la expulsión del Rey Hossadegh, para imponer al tristemente célebre Shá de Irán, personaje que en su caída, cuando ya no sirvió a los intereses del imperio, se refugió en Cuernavaca, que se habia convertido en el cementerio de los bagazos que expulsaban de aquel poder.
El Buchón Smith, miró el reloj, eran las siete y catorce, apresuró el paso para llegar un minuto después al bar donde tomaría un café y un sándwich. El grueso bigote de Tacho, el mexicano que atendía el bar, le trajo el recuerdo de Sadam Hussein, el líder Iraki que no pudieron derrotar, a pesar de las sangrientas matanzas en las que murieron poco más de 250 mil civiles.
Pérame tantito pélao! La expresión que Tacho dijo a su ayudante, de nuevo lo hizo cambiar de rumbo en sus recuerdos, ahora eran las andanzas por Latinoamérica, siempre al lado del general Bush.
Recordó regocijado, como su jefe se expresaba de los mexicanos. “-¡Ah, los mexicán curios. Son una raza especial, se creen muy machos pero los ablanda la adulación y los dólares; el general Obregón decía: no hay uno que aguante un cañonazo de cincuenta mil pesos. Por eso, con los mexicán curios no hay problemas, para dominarlos sólo necesitamos palabras y unos cuantos dólares”.
La misma impresión tenía de los centroamericanos, de quienes además agregaba: “-Son marrulleros y guevones, con ellos es un juego, una diversión ponerlos quietos, es un week-end invadirlos y pisotearles su endeble orgullo; así lo dijera Miguel Ángel Asturias”.
Con esa idea el Buchón Smith paseó sus recuerdos por Guatemala, Honduras, El Salvador, Venezuela, Nicaragua; de pronto se detuvo. ¡Cuba! La mayor de las Antillas le trajo el recuerdo de aquel estribillo, lo recordó con un gesto amargo: “Tu mano gloriosa y fuerte, desde la historia dispara, cuando todo Santa Clara, se despierta para verte.
Y aquí se queda la clara, la entrañable transparencia, de tu querida presencia, Comandante Che Guevara”. Frunció más el ceño cuando recordó aquellos panorámicos en el malecón de la Habana. “¡Yanquis, no les tenemos miedo!”: Comandante Fidel Castro.
-¡Chet! Expresó el Buchón Smith; gustaba ver su rostro en el gran espejo frente a la barra del bar, cambió la mueca por una sonrisa al invadir su memoria la lejana figura del doctor Salvador Allende en el Palacio de la Moneda, lo recordaba disparando su metralleta desde una ventana contra los aviones del traidor Pinochet. -¡Iluso! Gritó. Tacho lo miró extrañado, pero el guardia lo ignoró y sonrió despreocupado, alzó su taza de café para brindar consigo mismo, oportunidad que le daba el espejo.
Recordó al general Bush cuando orgulloso le comentó que había tenido una junta con el mero Henry Kissinger, el de la sonrisa conquistadora, quien solía decir: “-pa´ los coyotes, los perros”.
Él sabía que para derrocar al luchador socialista, que había llegado al poder con el apoyo democrático del pueblo Chileno, tenía que ser con una bestia de ahí mismo, ese, debía tener algunas características: sin escrúpulos, ambicioso; pero sobre todo, que odiara al socialismo, que amenazaba con apoderarse de la América Latina –¡Nuestra América!, afirmó para sí El Buchón Smith quien tenía muy presente la doctrina Monroe.
En el catálogo de la CIA, estaban registrados varios militares Chilenos que daban el perfil; el elegido fue Augusto Pinochet. Y el perro cumplió con creces, ahogó en sangre todo vestigio de insurrección izquierdista.
-Fue eficiente, ratificó el Buchón Smith con una sonrisa. ¿En que año fue? Se preguntó. Me parece que fue el 73… si, ¡Sí! ¡Casualmente!, ¡fue un día como hoy! ¡Once de septiembre! Gritó alegre.
Al estruendo, el Buchón Smith alcanzó a mirar en el espejo la increíble imagen del boing 767 que en ese instante se estrellaba contra la torre. Después, todo fue horror, y al sueño americano lo envolvió la jindama.
*Novelista sinaloense.