Por Miguel Ángel Avilés*
Si esos pasajeros que ahora veo descender felices hubieran sabido en quien venía depositada la confianza para garantizar la seguridad de este avión que nos trajo desde el Distrito Federal a Hermosillo, antes de tocar tierra los mata la angustia y la terrible desesperación.
Uno no tiene idea de cuándo te bendecirá la suerte pero de pronto, algo que nunca imaginabas, te cae del cielo-o en el cielo-y hay que afrontarla con entrega como la más trascendental de las encomiendas. Eso tendría que haber dicho, según rezan los próceres del optimismo, pero a fuerza de ser sincero, me acababa de tocar la de perder.
Apenas había yo abrochado mi cinturón, cuando de pronto se puso frente a nosotros-dos solitarios pasajeros en esa hilera amplia y cómoda, diseñada para la ocasión- una espigada y bella azafata para informarnos, sin el menor propósito democrático, que éramos, desde ese momento, los comisionados para velar por la seguridad del vuelo y que, de aceptar el mandato (algo así como “lo tomas o lo dejas”), habríamos que actuar de inmediato para leer con detenimiento el instructivo que teníamos enfrente hasta parecer unos expertos.
La que suponemos era la mensajera del capitán, no esperó a que esto sucediera, seguramente dio por hecho que aceptábamos luego de echarnos unas miraditas y dándose la media vuelta, se fue derechito a checar como andaban las bebidas y los chuchulucos que en un rato más nos venderían.
Erick, que así se llamaba el otro designado y yo, nos vimos a las caras y, resignados, nos pusimos manos a la obra. Le propuse que si quería nos turnáramos una hora cada quien pero de inmediato retiré mi sugerencia porque la misión impuesta era demasiado alta para dejar, aunque sea por un momento, en manos de un solo cabrón.
Nuestro deber moral, en cambio, nos dictó que deberíamos estar ahí a la vigilia, codo con codo, hasta que este avión no se estabilizar con firmeza en plataforma y en un pacto de comprometidas miradas, nos declaramos a partir de ese momento, en sesión permanente, como fieles soldados del aire que custodian el valor más tutelado que es la vida.
El resto de pasajeros, valiéndole madre lo que nosotros pensáramos, se dispusieron a dormir y en un rato más aquello quedó en silencio.
Erick me había dicho que se dedicaba a la fisioterapia, yo le dije acaso pedacitos de lo que hago y después de eso no fuimos otra cosas más que dos centinelas a no sé que tanto pies de altura, dispuestos a dar todo con tal de salir avantes en este desafío.
Momentos antes y a la primera lectura del manual, me di cuenta (cosa que no hizo la azafata) que, al menos yo, sólo llenaba uno, solamente uno de los requisitos que exigía el puesto: sí era mayor de 15 años.
Los otros estaban lejos, muy lejos de cumplirlos, estuvieran español o estuvieran en ingles: daba lo mismo.
INFORMACION
INDICACIONES DE SEGURIDAD
-“Debes comprender estas instrucciones: tener suficiente capacidad visual y auditiva para seguir las indicaciones de la sobrecargo”.
-“Es necesario que tengas la fuerza y capacidad física para operar los mecanismos de apertura de la salida de emergencia y retirarla, remover instrucciones y ayudar a la evacuación de otros”.
-“No deberás estar acompañado de menores o personas que requieran asistencia o alguna condición especial que te impida ejecutar estas acciones”.
-“Deberás ser mayor de 15 años”.
-“Si consideras que no cumples con algunos de estas condiciones y no deseas estar sentado en salida de emergencia, contacta de inmediato a una sobrecargo y solicita ser reubicado.”
Ya iba a pedir mi cambio, pero de pronto vimos que–allá junto a cabina-la mujer que momentos antes había sido la emisora del dedazo pedía, con azucarada vocecita, la atención de los pasajeros y entonces yo, con cierta emoción , le di un codazo a Erick, pensando que ahí venia el anuncio de nuestra designación para que los demás nos ovacionaran con vivas y aplausos, sin embargo aquello no era más que las recomendaciones de rutina, la de siempre, donde una sobrecargo hace su manitas para allá y para acá, al tiempo que una voz nos pide, palabras más palabras menos, que si el avión se va de picada, por ahí, en los respaldos o en no sé compartimento, hay algunas herramientas de donde agarrarnos o sacarnos del apuro a la hora de caernos a la chingada.
Lo anterior siempre me ha parecido inútil, cuando toca toca por más instruido que estés a la hora de ir cayendo ,(por más que viniera con nosotros Erick para darnos terapia y sobarnos) pero ante tal designación y en respeto a las funciones que teníamos encomendadas, creo que no correspondía la ocasión para decirlo.
Es que era como haber parido a muchos hijos: no estaba para pensar en función de mí, cual debe ser un padre, sino en función de la integridad de todos los que venían a bordo, incluyendo la dirigencia estatal del Partido Acción Nacional que se la pasaron todo el trayecto tomándose selfies y riéndose como tarados. Hasta por ellos debería yo velar, porque deberes son deberes.
Por eso leí con detenimiento ese cuadernillo, con tal rigor como si al bajar del avión me estuvieran esperando para aplicarme un examen sobre aeronáutica civil.
Todo por cumplir al máximo con las obligaciones que, cuando menos lo espera uno, el destino nos impone. Las leyendas sin embargo, no parecían instruirme, más bien parecían que me estaban regañando:
No abras la salida si ves fuego, humo, escombros. Evacuación de puertas delanteras y traseras.
Evacuación por ventanas, posiciones de seguridad en caso de emergencia.
Acuatizaje y aterrizaje de emergencia. Guía Luminosa para salida de emergencia.
En caso de aterrizaje, no abra las salidas de Emergencia.
Todo esto venía con su respectivo dibujito como para hacer más didáctico el asunto y estaban inscritos en ingles y español. Les juro que yo lo leí en español pero parece que lo estaba leyendo en ingles o en no sé que pinchi idioma porque no entendí ni madres.
Esto no lo supo nadie. Corrijo: esto solamente lo supimos Erick y yo pero él, que trasmite mucha paz gracias a su oficio, hizo que me tranquilizara y, sin descuidar ni uno ni otro sus respectivos flancos, nos batimos en un duelo filosófico sobre cuanta chingadera se nos fue ocurriendo que, entretenidos esto y lo otro, cuando menos esperamos, sentimos que el avión pegó un fuerte bajón, señal inequívoca que Hermosillo estaba a la vuelta de la esquina y entonces me dispuse a elaborar, por adelantado, el informe que abríamos de rendir al capitán del vuelo.
En eso estábamos cuando vimos, que una lucecita donde decía EXIT se encendió. Temí lo peor como castigo de Dios pues, justo en ese rato, yo le decía a Erick, ya engallado en los afanes de mi puesto, que si algún terrorista nos quería sorprender, saltando de improvisto de cualquiera de los asientos o apareciendo en la puerta de la cabina trayendo al capitán como rehén, sería fácil presa de nuestra pericia en materia de seguridad aeronáutica y que en un dos por tres, lo íbamos a someter a chingadazos. Erick no me dijo nada, muy condescendiente con mi desvarío, nomas mostró una sonrisa leve y otra vez me señaló hacia donde decía EXIT.
Comencé a rezar y me apresuré a terminar el informe. En términos generales le dije, a nombre de los dos, que todo había marchado con normalidad, que no se habían equivocado en designarnos, que si en otra ocasión coincidimos en un vuelo no dudaran en nombrarnos nuevamente, que checaran cuanto antes ese extraño parpadeo en la Emergency Exit pues no todo el tiempo iban a contar con nosotros y que por favor, ya no vendieran el café tan caro.
Erick y yo entregamos el informe y cada quien, al bajar, agarró su propio rumbo. Afuera, una multitud esperaba con paciencia el vuelo. (Ahi volví a pensar que nos estaban esperando para darnos un diploma). Nada de eso. En cada uno de los presentes, eso sí, se reflejaba una paz inalterable. Seguramente porque tampoco supieron quienes comandaron la seguridad de todos los que venían a bordo…
*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense