Por Juan Diego González*
Abrí mi agenda para revisar los pendientes. La columna del lunes estaba vacía. Mientras tomaba café, sin tener mayor cosa que hacer, algunos recuerdos llegaron con la leche y el azúcar sin calorías.
Decidí entonces, escribir aquella vieja historia del árbol de limones. De niño, mi abuelo me la contaba. Y a su vez, su abuelo se la contaba a él. Nunca supe si fue verdad. Pero el brillo en los ojos del abuelo al contarme la historia, me hacía creer en sus palabras, porque definitivamente mi abuelo la creía. ¿Recordamos los hechos porque sucedieron o porque creemos que sucedieron los recordamos?.
Mi historia no le pasó a mi abuelo. Tampoco le sucedió a su abuelo. Al menos no directamente. Más bien a su vecino y mejor amigo. El Happy, así lo llamaron toda la vida. Claro que ese no era su verdadero nombre, pero precisamente la historia explica tal nombre. Me voy a preparar otra taza de café. Ahhh, muy bueno…
Todo sucedió en un pueblito de la frontera, en un tiempo muy lejano, cuando no se ocupaban papeles para entrar o salir a ningún país. Las personas eran pacíficas y muy trabajadoras.
Todos se conocían. Sabían cuando llegaban los trabajadores del campo y sus familias. Al terminar la cosecha, había fiesta por tres días. Una de las familias fundadoras del pueblo era la del Happy. Su abuelo fue alcalde tres veces y dos veces sheriff. La gente del pueblo lo estimaba. Con sus propias manos construyó la escuela y el hospital del pueblo.
Todas las tardes de verano, cuando el calor adormece los párpados y vuelve lenta la respiración; el abuelo del Happy salía al portal de su casa a tomar limonada. Preparaba dos jarras: “Una para las visitas y otra para mí” decía sonriente. Así era la vida en el pueblo. Tranquila y próspera…
Hasta que una tarde, el abuelo del Happy se tomó su último vaso de limonada y se quedó sentado en la mecedora. El funeral fue bonito. Vinieron de los pueblos vecinos con carretas llenas de flores. Muchas personas hablaron de las cosas buenas que había hecho por ellas y abrazaron a la familia… excepto al Happy. El niño, desconsolado por la muerte del abuelo, llorando se quedó dormido bajo el árbol de limones en el patio trasero. Dos o tres años atrás lo habían sembrado juntos. Su abuelo le dijo: “Este árbol es especial, debes cuidarlo y el árbol te dará los mejores limones, para preparar la limonada más sabrosa de aquí hasta México”.
Seis meses después, la tristeza seguía pegada en el corazón del niño. No salía a jugar.
Llegaba en silencio de la escuela y se encerraba en su cuarto. El abuelo de mi abuelo lo invitaba a pescar, a jugar béisbol o comer nieve. No había respuesta.
Sus padres estaban preocupados. Llamaron al doctor pero
los polvos recetados sólo hicieron que vomitara. Se fueron las fiestas de la cosecha, llegaron los vientos, el frío de las navidades y el niño seguía metido en el silencio. Hasta eso que sí comía y cumplía con sus deberes de la escuela.
Pasó un año completo. El niño descuidó el árbol de limones, a pesar de llorar muy seguido bajo su sombra. Era tal su tristeza que no disfrutó del olor de las flores de azahar ni escuchó el sonido de las abejas cuando recolectaban la miel.
Tampoco se dio cuenta que los limones eran muy pequeños ese año. Quizá por el abandono y la tristeza. En el pueblo se preparaba un homenaje para su abuelo, aunque eso le interesaba menos. Se acostó temprano, sin cenar, desganado. Sin embargo, en la madrugada escuchó ruidos en el patio trasero.
Se levantó y buscó su vieja lámpara. No tenía miedo, pensaba en un mapache o un perro extraviado. Dirigió la luz artificial al jardín…
-Baja esa lámpara muchacho, que me duelen los ojos, dijo con seriedad aquella sombra. El niño se acercó, sin apagar la lámpara. Entonces aquel hombre dijo algo así como:
-¡Malhaya la hora que te regalé esa lámpara!, anda apunta la luz a otra parte y échame una mano con el árbol…
-¿Abuelo, eres tú, de verdad?
-No, soy un mapache, qué no ves la cola?
El niño arrojó la lámpara y corrió a abrazar a su abuelo.
-A ver, a ver, ¿qué no debías cuidar el árbol? Mira como está triste. Anda, trae otra pala para remover la tierra y arrima la manguera, que le hace falta agua.
El niño no preguntó nada. Estaba feliz de ver a su abuelo otra vez. Juntos removieron la tierra, quitaron la hierba y regaron el árbol de limones.
La alegría del niño y el amor del abuelo hicieron que los limones crecieran en unos instantes.
Antes del amanecer ya estaban maduros y listos. El abuelo cortó unos pocos. Abrió la mano del niño:
-Toma, con estos, haz limonada. Son limones especiales…
– Sí, para preparar la limonada más sabrosa de aquí hasta México.
-¡Ándale!, tú si sabes. Y ya no sigas triste. Mientras me recuerdes, estaré en tu corazón. Además, este árbol de limones es nuestro, lo sembramos juntos.
Cada vez que te sientas bajo su sombra, es como si te diera un abrazo…
El sol se abrió camino entre las nubes dormilonas.
El Happy miró partir a su abuelo, con la pala al hombro y silbando una canción. El abuelo de mi abuelo, salió de su casa a sacar la basura. Le llamó la atención aquel desconocido que se alejaba alegre por la banqueta. Se acercó a su amigo para preguntar quien era.
El Happy no contestó pero lo invitó a preparar limonada. Hicieron dos jarras. Se sirvieron y esperaron unos segundos. Al probar la limonada, sintieron un cosquilleó en el paladar y empezaron a sonreír. La limonada de verdad estaba deliciosa.
Pero tenía algo más, porque la risa llenaba su boca y salía libremente. La familia del Happy, al escuchar las risas, bajaron de sus cuartos. Los niños les dieron limonada. Las risas inundaron la casa, como si fueran mariposas y revolotearon por todos lados.
La mamá del Happy abrió la ventana para dejarlas salir, porque parecía que romperían las paredes. A lo lejos todavía se escucha un silbido.
Las mariposas risueñas atrajeron a los vecinos. Se acabaron las dos jarras de limonada. Pero el árbol tenía limones suficientes para todo el pueblo.
Ese día, el primer aniversario del funeral del abuelo del Happy, no hubo homenaje ni discurso. Todo el pueblo se cubrió de risas que aleteaban como mariposas y la fiesta duró tres días.
Desde entonces, en la familia del Happy, cualquier problema o discusión se arregla tomando limonada. De ahí viene el nombre del Happy, porque fue un hombre feliz, siempre con una sonrisa en su rostro y dispuesto a tender la mano a todas las personas a su alrededor. Incluso en los peores momentos de su vida, la sonrisa fue distintiva en él. Como el día del tornado que se quedó sin casa. Parado sobre los escombros dijo: “Ya tengo pretexto para hacer la casa nueva” y sonrió mientras tomaba un vaso de limonada.
El abuelo de mi abuelo le contaba esta historia, mi abuelo me la contó a mí cuando era niño, en aquellas tardes de verano, mientras preparaba limonada.
Ahora se las cuento a ustedes. Es cierto, no he visto mariposas mientras la escribo, pero recuerdo clarito el brillo en los ojos del abuelo y eso me hace creer en sus palabras.
*Escritor y secretario de los escritores Cajeme.