De sobresalto en sobresalto he vivido mi vida y fuera de la ley de los hombres que a los hombres asfixia, pues viví en el pecado de aspirar a ser libre y tener como ante a la poesía.
No fue fácil vivir, pero viví y canté y dejé en diminutos y clandestinos libros testimonios de amor para seres extraños que como yo jamás aceptaron grilletes ni cadenas.
Amé las flores y los pájaros, las nubes y los ríos y creí en la belleza y me detuve absorto frente al mar tratando de creer en un Dios bueno; aunque los dioses malos me salieron al paso con sus corbatas burocráticas coloreadas de miseria.
Compadecí a los niños soñando para ellos un mundo menos cruel y me dolí hasta el hueso de los ancianos pobres.
Amé, lloré, sufrí, como tantos, la infinita impotencia de no poder revivir a mis queridos muertos.
La paz jamás fue mía. Mi vida fue una guerra de guerrillas.
Malviví, maldormí, malcomí y, sin embargo, bienamé, biensoñé y robé al tiempo tiempo para el canto, y salvarme en el canto del naufragio fatal a que nos llevan los relojes, las ruedas, los motores, los espías, los soldados…
Viví cuando moría el siglo veinte y apenas comenzaba el veintiuno y el ruiseñor y la poesía eran dioses caídos a los que sólo alguno que otro adoraba, pero a pesar de todo viví y canté, aunque ello fuese en mitad de constantes sobresaltos y fuera de la ley de los hombres que a los hombres asfixia, pues viví, ya lo dije, en el pecado de aspirar a ser libre y tener como amante a la poesía.