Por Juan Cervera Sanchis Jimenez y Rueda*
Los unió inesperadamente un hilo invisible, un hilo que, ni ella ni él, hubieran sospechado que estuviera ahí y los pudiera atar con aquel nudo indestructible que, sorpresivamente, los ató ya para siempre jamás; como atan esos nudos que nadie ve, ni siquiera los que son atados, con sus mágicos poderes.
Él venía de tierras remotas, huérfano de sueños y casi muerto en vida, sin fantasías de amor y dolorosamente curtido de amargos desencantos. Ella, en su micromundo, estaba aherrojada en la jaula de la rutina, donde al parecer todo estaba hecho ya y sin ningún espacio para que sus alas pudieran desplegarse y volar, como cuando era niña, por los más altos cielos.
No obstante, ¿quién sabe en realidad de la realidad verdadera, siempre más oculta que visible?, como cuanto la tormenta se desata en detonantes relámpagos y el negro del espacio se ilumina, ellos se llenaron a rebosar de luz y establecieron entre si una comunicación invisible, de alma a alma, y que iba, preciosamente, mucho más allá de su cada día y era, de por si, mucho más duradera que sus cuerpos.
Así, ella como él, donde quiera que estuviesen y con quienes quiera que estuvieran, no podían sino pensar y sentir el uno en el otro y en cuanto dejaban de estar rodeados por los demás establecían su directa comunicación, digamos que telepática, y se embelesaban en las brisas de la ilusión y la dicha sin necesidad de recurrir a ninguna especie de sucedáneos.
Aquel hilo, al paso de las noches y los días, se fue fortaleciendo y ya nada ni nadie pudo romperlo y menos sospecharlo, por lo que permanecieron unidos en el tiempo sin tiempo que ha sido y será siempre el tiempo del amor esencial.
Ese amor que perdura más allá de toda muerte y habita y canta en la infinita memoria de Dios, pues ambos recuperaron su derecho a soñar.
*Poeta y periodista andaluz.