Para que transites, no por las veredas intrincadas que proporciona la lectura desordenada, sino por sendero luminoso de los clásicos que te guiarán hacia la formación intelectual que todo hombre de bien debe procurar”
El Autor.
Por Salvador Antonio Echeagaray Picos*
Aproximadamente a 5 kilómetros del pueblo de San Javier, San Ignacio, Sinaloa, se encuentran las ruinas de lo que fue una próspera hacienda ganadera conocida como “Los Pozos” y la cual tuvo su mayor auge allá por los años cuarenta del siglo pasado.
Su ubicación era ideal ya que se construyó en medio de un extenso valle circundado por cerros de altura media con abundante vegetación propia de la zona del trópico de cáncer.
El valle se alargaba dibujándose entre las laderas de las colinas serpenteando hacia el poniente, rumbo a la “reserva natural” de la meseta de Cacaxtla, bahías, acantilados y playas del Océano Pacífico, propiciando todo lo descrito, la existencia de un “microclima” que los habitantes de la hacienda disfrutaban en un entorno plenamente saludable.
La Hacienda se localizaba entre la cabecera municipal de San Ignacio, distante 13 kilómetros, pasando por San Javier, rumbo al oriente, con la vista panorámica de las estribaciones de la Sierra Madre Occidental; a 7 kilómetros del poblado llamado Camino Real, hacia el poniente, y recorriendo 20 kilómetros más, la estación del ferrocarril de San Dimas, frente al Océano Pacífico y Las Barras de Piaxtla, donde desemboca el caudaloso rio del mismo nombre.
En esa época, eran sus propietarios los señores Nafarrate, de ascendencia española directa, ya que el patriarca don Federico, conocido como “el viejo”, así como sus hijos: Federico, Lolita y Cuquita, nacieron en España y desde ahí llegaron para instalarse en estas remotas tierras – en esa época – y desarrollar un emporio agropecuario en una superficie aproximada a las ochocientas hectáreas de tierras de agostadero, extrayendo el agua que tal actividad requería de pozos artesianos, de donde se derivó precisamente el nombre de la hacienda.
Desde que los Nafarrate llegaron a su “tierra prometida,” generaron importante fuente de empleo toda vez que la atención que requería la “Casa Grande,” hizo necesaria la participación de varias mujeres y varones que fueron contratados en San Javier, por su cercanía con la hacienda, y quienes formaron parte de su servidumbre permanente.
Hubo necesidad de construir varias viviendas en las cercanías de la hacienda, para las personas que trabajarían de tiempo completo, al servicio de los señores de la Casona. Los labriegos y vaqueros contratados tenían el carácter de peones eventuales o de temporada, los que llegaban y regresaban a San Javier después de cumplir sus jornadas, con excepción de los caporales y auxiliares que eran de base y residían en el rancho.
De don Federico el “Viejo”, a quién no conocí, no tengo ningún dato, por lo que sólo escribo de Federico hijo, uno de mis personajes inolvidables que tuvieron que ver con mi formación en la primera etapa de mi juventud, allá en el pueblo en que nací, San Javier, San Ignacio.
Don Federico Nafarrate hijo, estudió la carrera de medicina en España, combinando sus estudios profesionales con su enorme afición a la tauromaquia. Se consolidó como Novillero en Madrid.
De la Madre Patria se trasladó a la ciudad de México, participando en la fiesta brava en la capital, con el arte y temple que le reconocieron las figuras de la época.
De breve carrera que discurrió con el apoyo de la élite, pues logró alternar con toreros de la calidad de Juan Belmonte “El Gallo” y Joaquín Rodríguez Ortega “Cagancho”, ambos con gran cartel en las capitales de la fiesta taurina en el mundo.
*Notario público y autor.