Por Carlos F. Lavín Figueroa*
Del convento de Belvís de la “Provincia de San Gabriel de la Descalcez Franciscana Extremeña” que también se llamó “Provincia del Santo Evangelio” situada en el sur de España, salió un grupo de franciscanos hacia México, aquí se les conocería como “Los Doce”. Belvís de Monroy es la tierra de la abuela paterna del conquistador; estos llegarían para fundar en el Valle de Anáhuac la “Provincia del Santo Evangelio”, que incluiría Cuernavaca, su primer vicario fue fray Martín de Valencia, del que se asegura que Hernán Cortés, frailes, indígenas y civiles lo vieron en Cuernavaca “levantado del suelo con el rostro encendido preso de un verdadero éxtasis, inflamado en el fuego de su inmenso amor por Jesucristo”. Fray Martin, llegó a considerarse santo por la población en general y por los cronistas de la época.
Existe un gran cuadro al óleo del año de 1740 en la primera ermita-capilla y convento de Cuernavaca donde se ve a fray Martín levitando a la vista de varios personajes de la época entre ellos Cortés, que se hincan en ese momento.
Fray Martín nació en Valencia de Don Juan, provincia de León, al norte de España y murió en Amecameca, México en 1534. En España fue fundador de la Provincia Franciscana de San Gabriel, luego, el superior de la expedición de «Los Doce Apóstoles de México”. Falleció con fama de santidad y se le considera como padre de la Iglesia Mexicana. Es el único del grupo de “Los Doce Apóstoles de México” de quien tenemos noticias relativamente abundantes, aparte de fray Juan Motolinia, porque dos de sus compañeros de apostolado escribieron biografías de estos personajes. Se dice que había desempeñado un importante papel en la historia del antiguo reino castellano-leonés, tierra de campos, de vocación agrícola y ganadera. Vistió el hábito franciscano e hizo su noviciado en el convento de San Francisco de Mayorga -en la misma tierra de Campos-, que pertenecía a la provincia franciscana de Santiago. Fue su maestro, fray Juan de Argumanes, notable escritor místico, en un tiempo vicario de los observantes de la provincia de Santiago.
Al parecer, en fecha temprana supo que en la provincia de La Piedad, que está en el reino de Portugal, vivía entonces fray Juan de Guadalupe famoso por su misticismo, y consiguió pasar allí desde el convento de Mayorga, no sin cierta resistencia de los religiosos del lugar. Después de algún tiempo con esos guadalupanos, pasó a la provincia de San Gabriel, que aún era custodia, esto fue antes de 1519. Fray Martín trabajó mucho para que la custodia fuese elevada a provincia, para lo cual tuvo incluso que viajar a Roma.
Por este tiempo, la provincia de Santiago -con el fin de atraerlo de nuevo a su seno-, le permitió vivir en un retiro cerca de Belvís, donde edificó el monasterio de san Francisco atrás de la ermita de Nuestra Señora del Berrocal, junto con Pedro Melgar después conocido en Nueva España como Melgarejo y Juan de Xuárez. Los tres se habían guarecido ahí cuando fueron expulsados del cercano convento Franciscano de Nuestra Señora de la Luz de Trujillo. Fray Martín vivió algunos años en Belvís, dando buen ejemplo y doctrina, así en aquella Villa como en toda aquella comarca, le tenían por un apóstol y se dice que todos lo amaban y obedecían como a su padre, él junto con los demás frailes del Monasterio de Belvís, fueron conocidos en España como los frailes del Santo Evangelio.
En los diez años que vivió en la Nueva España entre 1524 y 1534 fue dos veces superior mayor de la Custodia Mexicana la primera en 1524-27 y la segunda 1530-34.
Se cuenta que cuando sintió que se aproximaba su muerte, “Ya se acaba, dijo a su compañero”. Regresaron a Tlalmanalco, y como su enfermedad se agravó, determinaron los frailes llevarlo a la enfermería de San Francisco de México; pero él había dicho mucho antes que no moriría en casa ni en cama, y en el embarcadero de Ayozingo dio el alma a Dios”.
Era el 21 de marzo de 1534. Volvieron con el cadáver a Tlalmanalco y lo enterraron en medio de la capilla mayor de la iglesia conventual. Estuvo allí sepultado por más de treinta años, y durante este tiempo fue abierta muchas veces su sepultura para ver su cuerpo, que permanecía “entero y sin ninguna corrupción”, asegura Jerónimo de Mendieta, basado en el testimonio de “religiosos de crédito”, porque el cronista no consiguió verlo, a pesar de intentarlo en 1577.
Cuando Mendieta se empeñó en que abriesen una vez más la sepultura para él y el provincial, fray Miguel Navarro, quien lo acompañaba, no se halló el cuerpo ni indicio de él, sino algunas astillas o briznas de madera, que serían del ataúd en que fue sepultado, cosa que dejó a todos admirados y turbados. Parece que las sospechas cayeron sobre los indios, pues –sigue diciendo Mendieta- se hicieron minuciosas investigaciones entre los indios principales del pueblo, pero no fue posible descubrir rastro alguno. Donde se conserva todavía viva la memoria de fray Martín es en el monte de Amecameca, en el cual subsisten el oratorio y capilla que él tanto visitaba. Algunos piensan que por allí podría estar escondido su cuerpo.
*Cronista de Cuernavaca