Por Miguel Ángel Avilés*
Le decían “El Gallo” porque nunca puso nada. Ahí les cayó una noche cuando se empinaban en rueda la botella. Con los codos cenizos, llenos de costras, su pantalón desbraguetado y sin que nadie le entendiera sus alcoholizados movimientos, se acomodó al final de la raza esperando el último traguito. Los demás ni en cuenta: estaban peor que él.
Fue hasta en la mañana cuando notaron que había un nuevo miembro dentro del grupo. “El Gallo” había tomando como almohada el entumido brazo del “Juanón” y éste, adolorido, despertó para quitarlo. No lo conoció, se quitó los cabellos de la cara y lo miró de nuevo.
Era muy flaco para ser el Yépiz y muy moreno para ser el Gil. El “Juanón” traía un bruto dolor de cabeza y no iba a ser ahorita cuando se pusiera a contemplar en detalle la fisonomía del nuevo para saber quién era. Babeando, dejó caer la cabeza en el piso helado y siguió durmiendo. Olían a vinagre.
Poco a poco fueron saliéndose del piso y al rato, sin darse cuenta, ya dormían en la tierra. Roncaban. El Gil, bostezando como León, vio al Jimmy que venía de su casa y entonces supo que era de mañana.
A la hora que el Jimmy llegaba a esperar la ruta de la Ford para ir a trabajar, todos los aficionados a la uva comenzaban a emprender el vuelo rumbo al primer expendio que estuviera abierto.
Con la colecta que hacían a diario entre los que pasaban por ahí, lograban adquirir una o dos pachitas y luego regresaban a la construcción. Sentados en los barrotes, acostados en la arena, vomitados en su ropa y perdidos en su ambiente, se la pasaban día y noche atrincherados en la esquina.
“El Gallo” se presentó solo: venía del sur, para ser exactos del estado de Nayarit. Orgulloso recalcó: “por mis venas corre puritita sangre cora”. Según él, quería cruzar al otro lado nomás que la migra de San Diego lo sacó a punta de jodazos. Anduvo chambeando un rato en la frontera, pero allá picó a un judicial y tuvo que venirse a Hermosillo. Aquí llevaba dos semanas y ya no traía ni un quinto de lo que había ganado. Estaba durmiendo en un hotel de los que están cerca del Jardín Juárez.
Casi todas las noches se metía a “La Taberna” y cuando quiso regresarse para su tierra ya no traía dinero. Pidió chamba en el mercado y trabajó unos días, después lo corrieron porque los pocos días que pudo ir, llegaba ebrio. Anduvo recorriendo la ciudad como perro perdido. Dormía donde hubiera modo.
Esta vez, no sabía ni cómo pero agarró un Multirrutas y trastabillando se bajó en el “Cordemex”, caminó una cuadra y cuando vio una bolita de raza en aquella construcción se sumó a la causa…
¡Qué le iban a andar creyendo los otros compas!:
– No le haga al loco, socio, usted quería pistear y se quedó. Pero no hay bronca, lléguele.
Desde entonces se sumó a la tropa y a la colecta:
-Carnal…carnal, ¿no traes ahí unos diez bolas pa´completar unos tabacos?
Luego, luego se acopló al resto de la banda. También a la dinámica. Las patrullas a cada rato los levantaban pero al día siguiente ahí estaban de nuevo. Si no se les vía en la esquina, andaban por los rumbos de la licorería negociando una caguama. Era muy común verlos trenzados en el suelo, discutiendo cualquier cosa. La lucha era en cámara lenta, según se lo permitieran sus fuerzas. Al rato estaban abrazados y filosofando los pormenores de la vida.
Una vomitada de esas era lo más común entre ellos. Al “Gallo” le dolía reteharto el hígado pero no decía nada. Seguía tan campante con el codo arriba. El Gil le pidió la botella y cuando iba a dársela, ésta cayó al suelo. Su mano ya no tenía fuerzas. Ni siquiera escuchó el madrazo que el Gil le echó al quebrársele su pomo. Todos estaban hasta atrás. En la madrugada, uno a uno se fueron durmiendo. “El Gallo” no lo podía hacer, el dolor le llagaba hasta los huesos.
Sentía que la cabeza le estallaba. De repente se le vino un vómito que lo hizo revolcarse y derramó un cuajaron de sangre que se escurrió sobre su pecho. Después quedó inmóvil. Volvió en sí unos minutos más tarde, pero luego la reacción fue más intensa. Su cuerpo culebreaba desesperado. Enseguida quedó tieso, con la boca revolcada por la arena. Cuando amaneció, sus compañeros se asustaron al ver que lo subían cubierto en la ambulancia.
Más tarde entendieron que había muerto. El “Juanón” le contestó a una doña interesada en el mitote que quería saber quién era el fallecido:
-Le decían “el Gallo”, doña, porque nunca puso nada… ni pa´ su entierro.
*Lin. en Derecho, escritor y Premio del libro Sonorense