Por Iván Escoto Mora*
La ciudad de Nueva York es un laberinto. Alguna vez escuché a un nativo neoyorkino decir que en ciertos barrios antiguos como Greenwich Village es posible hallar extraordinarios restaurantes que después resulta imposible volver a encontrar.
Truman Capote escribió alguna vez, refiriéndose a Nueva York:
Aquí es difícil que alguien te indique una dirección; nadie sabe dónde están las calles, incluso el taxista más viejo parece vacilar; por suerte, me he ganado el diploma de viajero en metro, aunque aprender a viajar en esos raíles que, enterrados en la piedra, son como las venas que se encuentran en los helechos fósiles, transitar por ellos requiere mayor aplicación, estoy seguro, que conseguir un título universitario. (Los perros ladran, 1951).
Así es el laberinto de la Gran Manzana, es fácil perderse entre sus incontables recovecos y millones de calles, en las que se encuentran lo mismo iglesias góticas que torres monumentales, emblemas de los siglos y las tendencias, del art déco al bauhaus y el posmodernismo arquitectónico, todo conviviendo dentro del mismo vecindario.
El laberinto te envuelve como un gran molusco de incontables tentáculos. La maravilla de ciudades poliédricas, como lo es Nueva York, se aprecia en la infinitud de sus posibilidades, miles de voces acariciando los oídos, lenguas sin número, gente de recónditas distancias, agolpadas en espacios diminutos que parecen expandirse sin límite para albergar a todos, a cualquiera.
Los museos de Nueva York, al igual que sus calles, aglutinan formidables manifestaciones de la creatividad humana, resguardando en sus muros los tesoros de la historia antigua y reciente. Probablemente uno de los más emblemáticos es el Museo de Arte Moderno (MOMA), en él se exhibió de septiembre del 2013 a enero del 2014 una interesante retrospectiva de Magritte. La exposición, El misterio de lo ordinario, presenta una serie de escenarios en los que la cotidianidad adquiere rostros inesperados que proyectan desde su simpleza extraordinarias dimensiones.
La muestra reúne trabajos del artista realizados a principios de los años veintes del siglo pasado en los que se exponen imágenes perturbadoras, cargadas de una notoria violencia que confronta los convencionalismos y las representaciones del lenguaje.
Magritte ofrece al espectador espacios en los que una roca, una figura de ajedrez, una pipa, un sombrero, un espejo o una copa, se transforman en los personajes protagónicos de realidades imposibles, demandantes de una relectura de significados y sentidos.
La crítica más aguda que ofrece la pintura de Magritte se pude apreciar en el juego de imágenes que se confrontan a sí mismas y al imaginario tradicional.
En L´assasin menacé (1926-1927) o El asesino amenazado, el artista belga presenta una escena que recuerda a la novela negra o los tintes policiacos del cine hollywoodense, cercano a la época de Eliot Ness.
La pintura presenta una habitación, en ella se encuentra una mujer desnuda, recostada sobre un diván de remates en madera y tapizado en color rojo. Una mascada blanca cubre la parte superior de su pecho, permitiendo con facilidad apreciar sus senos expuestos al aire. La pierna izquierda le cuelga ligeramente sin lograr tocar el suelo. Sobre la boca, un manchón de sangre, como el que un fuerte golpe hubiera podido producir, es la única pista que permite identificar que sus ojos no han sido cerrados por el sueño sino por la muerte.
En el fondo se halla una amplia ventana a través de la cual aparece una serie montañas y las cabezas de tres hombres que fijan la mirada en el drama, quizá con la misma atención que el espectador, desde el lado opuesto, para tratar de descifrar la historia tras el cuadro.
Frente a la mujer un elegante hombre se recarga sobre una mesa, no parece inmutarse por el cuerpo que yace a sus espaldas, su atención se centra en un fonógrafo, su abrigo y sobrero descansan sobre una silla y su portafolio, sobre el suelo.
En otro plano, dos hombres se ocultan tras una pared, sólo son visibles por el espectador frente al cuadro. Ambos portan abrigos, sombrero y corbata. Uno sostiene sobre su mano un garrote, el otro una red.
Resulta interesante el conjunto realizado en cuatro niveles, el de los observadores de la ventana, el de la mujer muerta y su indiferente acompañante, el de los hombres ocultos tras la pared y, el del espectador frente al cuadro. Cuál será el origen de la historia, cuál será el desenlace, Magritte deja a su público al filo de la butaca, sin posibilidad de encontrar respuestas definitivas.
Podríamos tratar de resolver los laberintos de Magritte, los de cada museo y cada rincón de la Ciudad de Nueva York, aunque tal vez sería imposible. Quizá sólo nos quede la posibilidad de vivir perdidos en el universo de sus posibilidades, atrapados en los misterios de sus componentes infinitos.
*Abogado y filósofo/UNAM.