Por Andrés Garrido del Toral*
Don José Ríos nació en el rumbo de La Calzada de Belén, hoy Ezequiel Montes, en el año de 1918, cuando todavía sonaban en los rincones de la vieja ciudad los ruidos del congreso constituyente. Era el mayor de sus hermanos y por ellos tuvo que ver cuando a muy temprana edad quedan huérfanos de padre y madre, encargándose de los tres infantes Ríos Soria unos tíos –Alberto y Juan Ríos Vázquez- así como una abuela. La vida de los pequeños huérfanos no fue nada fácil porque no es lo mismo el cariño de tus padres que el de otros parientes que te ven como una carga y no como una responsabilidad de Dios. Pepe pudo llegar apenas al tercer grado de primaria, porque fue un niño maltratado por su tío Juan, quien sin embargo, en dolorosas lecciones le enseñó a preparar las famosísimas carnitas queretanas, las que en ese Querétaro de los primeros lustros del siglo XX sólo se encontraban en el mercado “Pedro Escobedo” original y en la hoy Calzada Zaragoza, anteriormente llamada Benito Juárez, cerca de donde a partir de 1963 se cambió el actual mercado “Mariano Escobedo”.
Las levantadas temprano, los baños con agua fría, los cinturonazos y las mentadas de madre eran el pan diario para Pepe, quien estaba tan acostumbrado a los maltratos que cuando conoció a su novia –y luego eterna esposa, María Mancilla Salazar- le sabían a miel sus dulces caricias. Con ella se casó en 1939, a los 21 años, la que era unos tres o cuatro menos que él. Se independizó de su ogro tío y se van a vivir a la casa de la suegra, mamá de ella, en Morelos, y de ahí se cambiaron a Independencia, a un lado de la actual Casa de Gobierno, cerca del mercado “Pedro Escobedo”, en 1956, para comenzar su propio negocio en éste, en el que perduró hasta el año que el gobernador Manuel González de Cosío Rivera mandó trasladar el centro de abastos a su actual ubicación, al sur de la pequeña ciudad, por lo que los Ríos Mancilla se pusieron vivos y aparte de conservar el local en el nuevo mercado se hicieron de una propiedad en la actual Corregidora sur para seguir vendiendo sus suculentas carnitas en el centro histórico.
La fama de las carnitas de don José Ríos era tanta que a base de esfuerzo y disciplina se hizo de lotes y otras comodidades, sobre todo en la naciente y primera colonia popular de Querétaro, la Niños Héroes, a la que llegó a vivir, en la actual Pino Suárez, cuando ésta estaba recubierta de tierra y el único edificio que existía en el rumbo era el asilo de ancianos fundado y donado por el generoso señor Antonio García Jimeno.
Qué tierno se veía don José Ríos con sus vástagos Adolfo “El Chiquilín” y Carlitos y su futuro yerno, Jorge “La Morriña Trejo”, comprando sus cerdos en las huertas del centro de la ciudad donde los criaban y luego se los vendían a él, mismos que llevaban con sendas varas hasta el antiguo rastro municipal ubicado en la vieja avenida del Río esquina con El Retablo. Como no existían los cómodos puentes actuales para cruzar el río, los muchachillos tenían que sortear el agua, el paso de los puercos y las torceduras en la fila de pequeñas piedras que se usaban para cruzar el entonces ya contaminado arroyo.
Don José se levantaba a las cuatro de la mañana, echaba hasta tres fritas y a la siete de la mañana ya había carnitas diariamente.
Para 1974 dejó de ser su negocio únicamente “para llevar” y se creó, gracias a la visión empresarial de su hijo Adolfo, el concepto de restaurante, el que en los años setentas y mediados de los ochentas estaba a reventar tanto por familias enteras como por borrachillos y bohemios característicos del Querétaro del ayer. La salsa, el pico de gallo, los cueritos, las tortillas del comal hechas a mano, los encurtidos elaborados ahí mismo con vinagres naturales, la música y artistas en vivo, y sobre todo las tan preciadas carnitas, llevaron la fama del negocio “Los Chiquilines” a las alturas, contándose con la presencia como comensales de gobernadores, alcaldes, rectores, profesionistas de prestigio, toreros, futbolistas y artistas. Lo mismo veías ahí gorreando cognac al matador Manolo Martínez, que a jugadores de la primera división profesional de Chivas, América y Cruz Azul, sin faltar los Gallos Blancos que agarraban el restaurante como su sitio de reunión o a poetas y músicos pagadores como Mario Arturo Ramos o Pablo Milanés. Todo esto no hubiera crecido sin el carisma, la amabilidad y la capacidad de hacer amigos de don José, acompañado siempre por la jefa María. Peregrino de a pie al Tepeyac, deportista, boxeador, yanqui, americanista y martinista, don Pepe siempre fue un gran amigo de sus hijos, Lupita, Malena, Adolfo, Carlos, Arturo y Agustín, pero quien mejor le heredó el arte culinario fue Arturo, no negando que la simpatía se la legó a Adolfo, el más carismático y galán de todos.
Todavía su nieto José Ríos Chávez lo ve pasar en alguna que otra madrugada por el fondo del amplio local que divide al bar del restaurante, en noches de parranda cuando las luces se tornan mortecinas y las sombras traicionan a la vista. Se le figura a Pepe ver a un hombre chaparrito, de 1.63 metros, gordo, con sombrero tipo Gardel, de chaleco, con brazos de estibador, blanco, con pecas, hermosa sonrisa y pelo canoso y escaso. Nos dejó don Pepe allá por la confluencia de 1991 y 1992.
*Cronista del Estado de Querétaro.