Los llamados “Arrieros”, constituyeron el vínculo de comunicación entre el Fondeadero de “Las Barras” de Piaxtla en San Dimas, Municipio de San Ignacio y el puerto de Mazatlán, en distintas etapas históricas que tienen que ver con tráfico de personas y el traslado de artículos de comercio y metales preciosos, entre la costa del pacífico sinaloense y los fundos en explotación minera enclavados en las cumbres de la sierra madre occidental, que dibuja la línea divisoria que limita nuestro Estado con el de Durango. (El autor)
Por Salvador Antonio Echeagaray Picos*
Con agrado comparto con ustedes que me hacen el favor de leerme, los antecedentes de la historia regional que abarca geográficamente la zona del “Delta” que forma el rio Piaxtla al desembocar en el Océano Pacífico, en la sureña Sindicatura de Dimas, Municipio de San Ignacio, Sinaloa, hasta los límites norteños con el Estado de Durango, sitio de “los Altos” que generó durante los siglos XVIII y principios del XIX, un auge enorme en la explotación de fundos mineros dedicados a la extracción de oro y plata, principalmente.
Esta actividad propició la consecuente mejoría económica en la zona, que en efecto “cascada”, llevó recursos a los bolsillos de la población en general enclavada en la Sierra, los Valles y la Costa que comprende los Municipios de San Ignacio y Elota.
Nos dice tanto la historia documentada como la Oral, que los metales preciosos extraídos, tenían que ser trasladados a “lomo de bestias”, de las minas de Tayoltita, Contraestaca y El Tambor, al “fondeadero” de barcos cargueros que se localizaba en “Barras de Piaxtla”, del citado Municipio de San Ignacio, para hacerlos llegar a los mercados mundiales, actividad de servicios portuarios que se realizaba en la citada zona costera hasta finales del siglo XVIII y a través del puerto de Mazatlán desde comienzos del siglo XIX.
Cito en estos breves girones de la historiografía de los pueblos asentados en ambas riberas del rio Piaxtla y el Nor-Noreste de una ancha franja que apunta hacia los estados de Durango y Chihuahua, hechos y sucedidos que están en la mente aún, de aquellos “chiquillos” de los ya lejanos años cuarenta del siglo pasado,
De esos tiempos de nuestra edad temprana, guardo todavía en mis recuerdos, la inolvidable etapa de los famosos grupos de los “Arrieros” integrados por hombres recios y de carácter aventurero que atendían y conducían gran número de “recuas” compuestas de mulas, machos y burros que sobre “aparejos”, trasladaban en el llamado “viaje de ida” desde la valija del “Correo”, la variada mercancía (artículos de abarrotes en general, ropa, comida, sal, pescado seco, golosinas, sodas, armas y municiones así como medicamentos y herramienta; es decir todos aquellos productos que no existían en la zona serrana y que requería la población flotante que trabajaba en la actividad minera en la zona de los “altos” de Sinaloa y Durango.
La “chiquillería” San Javiereña, entre los que desde luego, se cuenta el que narra, esperábamos ansiosos la llegada de estos esforzados jinetes, que desde el puerto de Mazatlán, realizaban el azaroso viaje por aquellos peligrosos caminos , recorriendo veredas, atravesando causes de ríos y arroyuelos, cañadas, impresionantes relices, desfiladeros en cerros y abismos sobre los cañones que se desprenden de los picachos de la impresionante montaña llamada “El Candelero”, donde por cierto se admira la cumbre conocida en San Ignacio, como el Cerro de los “Frailes”, todo un ícono para los lugareños.
Los “Arrieros” con sus “recuas”, significaron un aporte fundamental en aquella etapa de bonanza minera en Sinaloa, a partir de que fueron esos grupos admirables los responsables de surtir – con los peligros inherentes a esta actividadde la variada mercancía que los trabajadores de los fundos mineros requerían para subsistir en agotadoras jornadas que exigía el proceso metalúrgico.
Lo reseñado en el párrafo que antecede, comprendía la primera etapa del viaje “de ida” como ya lo señalé.
No menos importante lo era el trayecto de “regreso”, toda vez que tanto en la “ida” como en la “venida” se registraban accidentes que tenían que ver con las “bestias” que se “despeñaban” en los peligrosos desfiladeros existentes en las orillas de las sinuosas veredas que recorrían las “recuas” sobre las montañas, lo que significaba no sólo la pérdida de los animales, sino también del material o producto que se transportaba; en ocasiones hubo que lamentar la trágica muerte del arriero que trató de evitar el accidente del animal bajo su cuidado.
A la distancia de tantos años transcurridos, recuerdo que formé parte de un grupo de niños que logramos tener un acercamiento especial con un bondadoso arriero llamado Genaro, de hablar pausado, con ricas inflexiones y giros pletóricos del regionalismo tan propio de las gentes que se nutren de la típica cultura costeña.
Don Genaro, Líder de los arrieros, desbordaba en imaginación platicándonos las leyendas y los cuentos recogidos en su incesante peregrinar, de las playas de su mar, a los “altos” de Sinaloa, de aquellos inolvidables ayeres.
Ocurría que cuando los arrieros llegaban a San Javier, en época de clases, la escuela se quedaba abandonada, es decir, sin alumnos, con solo los maestros, ya que los “plebes”, como se nos llamaba, dejábamos los salones en tropel en la “visita y convivencia” obligada con nuestros admirados personajes.
En una feliz ocasión, se me ocurrió pedirle a Don Genaro que fuera a la Escuela para que platicara sobre sus “andanzas” a todo el alumnado, no sólo a unos cuantos como lo había hecho hasta entonces. -para que no nos regañe el Director, cuando regresemos, le expliqué-. A Don Genaro le agradó la idea y entonces encaminó su pasos rumbo a la escuela con nosotros siguiéndolo, emocionados como formando parte de un desfile patrio.
En la entrada de la escuela se encontraban los maestros Angelina Zazueta Lafarga y Ricardo Vega Noriega, con el director al frente, muy joven por cierto, que si la memoria cargada de años no me falla, lo era don Manuel Alfonso Lozano Quintero, recién egresado de la Universidad de Sinaloa que entonces otorgaba el título de Maestro Normalista , cuando llegó ante él Don Genaro, que a luego, quitándose el sombrero respetuosamente, saludó a los preceptores que lo miraban con curiosidad, diciendo: los muchachos me han pedido que si ustedes lo permiten, les platique algún cuento o leyenda, aquí en la escuela, por lo que me pongo a sus ordenes.
El Director, comedidamente, franqueó la entrada a nuestro amigo arriero cuentista y con él a toda la chiquillería que le siguió al interior, acomodándose en los pupitres disponibles en el salón más amplio que tenía nuestra escuela llamada “Coronel Rodolfo T. Loaiza, en honor del distinguido militar y ex gobernador del estado, originario precisamente de San Javier.
Fue un evento inolvidable. Recuerdo como si hubiese sucedido ayer, aquellas narraciones de don Genaro que nos parecieron mágicas, impregnadas de un realismo que surgía de la propia naturaleza del personaje que, seguramente, contaba su propia vida… de sus andanzas, de aquellas aventuras reales o imaginadas que le acompañaron en sus recorridos por misteriosos caminos iluminados por la luna o las luciérnagas, durante su vida de “arriero”, andando distancias entre su mar y las montañas, tal y como le gustaba decirlo.
Por circunstancias de carácter laboral, mi Madre Gertrudis – “Tulita” – como le decían, que desempeñaba el oficio de enfermera en la Clínica de la cabecera municipal de San Ignacio, fue trasladada al Hospital de el Puerto de Mazatlán, lo que motivó que me enviara con mis abuelos a San Javier, lugar donde permanecí durante todo el año escolar de 1946, lo que me permitió vivir y recrear nuevas experiencias que marcaron permanentemente la primera etapa de mi niñez en la libre y abierta relación que siempre mantuve con mis compañeros del nivel primario, el contacto, la calidez y el cariño que mis abuelos Amalia y Miguel, – el “Cuate” – me prodigaron sin reserva alguna, aún en las ocasiones en las que hubo necesidad de imponer medidas correctivas al nieto consentido.
En este entorno de feliz convivencia provinciana, en este contacto cotidiano con la condición humana y con la naturaleza que me rodeaba, viví con intensidad la experiencia de conocer y de tratar a Don Genaro y arrieros que lideraba.
A propósito de nuestro personaje, contaré que en una de tantas reuniones, alrededor de la fogata de noche invernal, uno de mis compañeros presentes – el “Dimitas”- le preguntó que como le gustaría que le llamáramos de cariño, atendiendo la reiterada costumbre en los pueblos de imponer con o sin consentimiento, el infaltable “apodo” a la persona. Don Genaro contestó que dentro del mismo grupo se decidiera, por lo que cada quién hizo diversas propuestas,… cuando me tocó el turno dije, “TIO”, y para mi sorpresa, señaló al modo de sentencia inapelable, – así quiero que me digan – “TIO”…. por que de aquí en adelante, todos ustedes serán como mis propios sobrinos.
( CONTINUARÁ )
*Notario Público.