Por Miguel Ángel Avilés*
Para M y para C(…o para M y para C)
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Teníamos los minutos contados. Afuera, estábamos seguros, un escuadrón de carasmalas preparaba el arsenal con que nos darían chicharrón.
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Todo por tomar como una desaire el respeto exigido para una mujer bonita… después del segundo “no”, uno de aquellos lvidó la galanura y se mostró tal cual era: un pelafustán vestido de hombrecito, de esos que a la primera provocación que e hiere su autoestima, saca su fierro, como queriendo pelear.
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Así lo supusimos cuando salieron de la cantina, ese oasis en penumbras que nos refrescó por dos noches, las últimas de nuestras vidas como llegamos a suponer.
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Cuando supe lo de la amenaza, yo no dije nada (acaso traje el dato a mi memoria sobre las altas tasas de homicidios en la región), pero se le quedó viendo a los Cadetes de Linares que tenían rato cantando en la pantalla y, les rogué, como si estuviera frente a San Martín de Porres o San Judas Tadeo, que nos protegieran de todo mal.
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Homero Guerrero dejó de cantar y se puso al frente de nosotros, con bajo sexto en mano, como si blandiera un bat a la espera de que llegaran los matones.
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Entonces yo me envalentoné y estuve a punto de correr hacia la calle para acabar con ellos de una buena vez pero de pronto sentí que me detuvieron de la camisa bruscamente y un botón que ya pedía auxilio salió volando hasta caer debajo de una mesa. “¡¡¡¡¿A dónde vas, pendejo!!!???” me dijo Lupe Tijerina que ya para entonces también se había olvidado de los corridos y traía agarrada la acordeón como cajón de bolero.
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De nuevo hice como que saldría a la calle pero dentro de mí rogaba a dios que cualquiera me agarrara porque estaba muerto del miedo. En eso escuchamos un chillar de llantas y el tropel de varios hombres como si fueran búfalos que venían dispuestos a embestirnos.
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Sólo uno penetró la puerta retadoramente, como buscando con su vista a esa bella mujer.
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No le valió de mucho, cuando menos espero, ya tenía los cañones de dos pistolas en su frente. Homero y Lupe habían desenfundado sus armas y no parecía importarles nada mandar al rijoso para el otro mundo.
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No sé de donde saqué fuerzas, hice lo posible para que mis piernas dejaran de temblar y poniéndome en medio de los combatientes, a todo pulmón espeté: “ “ ¡Alto!! ¡Levanten esas armas!, ¡levanten esas armas!, ¡los cadetes no asesinan!!…
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Las miradas se cruzaron y el silencio en todos se hizo presente.
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Cuando el dueto bajaba sus pistolas, sentí que a mis espaldas una sombra reculaba en silenció por donde había llegado. Yo solté el cuerpo mientras respiraba hondamente, le silbé quedito a Diana, esa altiva mesera que nunca me vio a la cara y, con una seña, le pedí otra ronda para todos.
*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.