De: Juan Enrique Ramos Salas
Por: Miguel Ángel Avilés / Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.
Resulta que, desde no sé cuando, tengo la creencia, no corroborada, que son los libros los que tienen la mirada puesta en el lector, y se ofrecen para leerse cuando así lo quieren ellos, no nosotros, sea transformándose en otro libro para no ser descubiertos o convirtiéndose en la versión rosa si el original es del género negro o excrementosos hasta más no poder si el primer manuscrito escurre miel o raya en la cursilería.
Pero si esta transformación ocurre entre las páginas de un sólo libro, es decir, si un libro parece monotemático pero no lo es, y, de repente, de ser en apariencia un sólo libro, se convierte en dos, (o en tres, según lo veremos más adelante) entonces la mutación que sufre al irlo leyendo, tiene un grado mayor de dificultad y una rareza extrema, pues queda claro que esas historias surgen de un sólo embarazo escritural que los hace nacer al mismo tiempo, pero, por muy parecidos que sean, gozan de una carga genética distinta, casi como nacidos en partos diferentes.
Es ahí, frente a esta propuesta de literatura tridimensional, cuando uno no sabe si eso que tiene en sus manos es un cubo de Rubick, un artefacto que no tardará en explotar, un nonato dándose una marometa o, de plano, es el producto final que trajo consigo aquel memorable episodio vivido por el autor aquí presente cuando, según nos cuenta, de niño hubo de representar en su escuela el papel de Juan Escutia ya muerto y desde esa inmovilidad veía el mundo al revés tal como le parece que ve la vida ahora y nos los cuenta de atrás para adelante o de adelante para atrás, como lo vivimos en un psicoanálisis o una mirada a tu infancia o una versión centrífuga sobre lo que es la vida, su vida y la de tantos.
Pero el libro que ahora nos convoca no es nada de eso, o sí, pero todo a la vez sin que lo anterior signifique incoherencia, locura o escoriación mental, por el contrario, lúcida forma de narrar tan desparpajada que encontrarás en estas páginas desde donde lo agarres; al fin de cuentas, te llevarán al mismo punto y retorno, el inicio de esa curva geométrica plana, cerrada, cuyos puntos son equidistantes del centro, me refiero al círculo, o sea, al universo si lo ves bien, y a un hoyo negro, y a un remolino de carne profundo y oscuro como un poema no deseado pero donde caben, pestilentes, todas las palabras hechas y derechas, las exactas, las que hay que decir cuando se cuenta una buena historia , ni una más, tal como lo apreciarás tan luego te adentres en este libido modo de narrar.
Tras Eros y Mi Almorrana y yo, esta desdoblamiento editorial escrito por Juan Enrique Ramos Salas, siempre tan sugerente a la hora de nombrar, propone y nos pone frente una malabar de títulos y diseños que, un confundido lector, puede no darse cuenta que es intencional y con la misma devolverse con el vendedor pensando que le dieron gato por libro y que un defecto de impresión hizo de eso que quiere regresar un compaginado 69 cuyo esquema no tiene cabida en su territorio mental ni tiene parangón en todos los que puedas observar en una librería.
Ah, errorcito que se estaría cometiendo si se desprende de esa obra sólo porque no tiene ni por una cara ni por otra un título distinguido que valga presumir frente a los padres de la novia, o en su club de lectura con vino y toda la cosa o en la charla alabanciosa con amigos donde puede ocurrir, por ejemplo, este encontronazo: yo estoy leyendo a Sartori, a Balzac, a Flaubert, a Becker; a Neruda, a Paz, a Lizalde a Gorostiza… ¿Y tú? … a Enrique Ramos… ¿y cómo se llama el Libro?… ¿Por cuál de los dos lados? Preguntarás como chingando quedito… ahí es donde los vas a dejar apantallados a todos pues, según dicen, que de lo bueno no dan mucho, pero aquí es la excepción, porque compras uno, según tú y al rato de otro lado, te aparece otro y es entonces cuando dices: “¡pura madre lo regreso!” y te das la vuelta y aprietas… el paso, para ir a leer esa rareza a otra parte.
Es ahí, sentadito, en ese lugar solitario por antonomasia donde, con más calma, tomarás el libro por cualquiera de las dos caras y, leídos los tres -porque, insisto, sin decirse, son tres- entenderás, de algún modo, la razón por la cual Juan Enrique, cita a Néstor Braunstein, el psicoanalista argentino, quien dice: “cada creador auténtico inventa el mundo a su modo, sin imitar a sus colegas y coetáneos: su ser como persona y como artista es singular”.
En efecto, este FreudianLacaniano volumen es el resultado de un invento surgido de la infinita creatividad que tiene el autor, el mismo que, para contarnos buena parte de su vida, recurre a un inusual eje temático: el ano y todos los sinónimos habidos y por haber que tenga esta recelosa parte de nuestro cuerpo.
Cal-culo que no batalló mucho al tratarse de alguien que se enamora y enamoriza cada cosa que hace y en este ambivalente trabajo no fue la excepción. En él coexisten todas la emociones históricas e histéricas vividas por una persona que habla de sí misma: de sus ansiedades, sus impulsos, sus tensiones, sus miedos profundos y de la particular experiencia de su cuerpo sexuado; eso que implica la capacidad de amar y de ser productivo.
Dice Freud que a los seres humanos nos interesa mucho el sexo. Por su parte, Martín Plata, el siempre acertado filósofo de Villa de Seris, resume en una frase lo que al reconocidísimo neurólogo le costó años de estudio: “el Culo mueve al Mundo”, afirma lapidario y soporta su apotegma como dibujando una circunferencia en el aire para hacer una analogía con el universo y esa cavidad esférica, tan deseada por muchos tan escatimada por otros, de la que ahora se ocupa Juan Enrique, quizá en una prolongada etapa anal que da pie a esta obra que a su vez obliga a voltear hacia esa lírica narración de Juan Ramón Jiménez, Platero y Yo, (que para el caso pudiera ser El Trasero y Yo) y que desde luego incita a volver a leerlo. Por eso les decía que, en esta ocasión, no son uno ni son dos libros los que uno lee, sino tres.
“Es pequeño, peludo, suave”; claro, me refiero al burro que pasea al premio nobel del 56 por esas calles empedradas de Moguer, donde buscaba refugio y una paz interior sin saber que también al escribir esta etapa de su vida encontraría la inmortalidad.
Es eso lo que logra un buen libro, quizá por eso decía al principio que los libros tienen vida propia. Se destetan del autor y van de casquivanos en brazos de quien en un momento dado esté dispuesto a leerlos.
Yo no sé si estos triates harán lo mismo. Tampoco sé si Juan Enrique Ramos Salas un día volverá a Torreón para montarse en un ano, perdón, en un asno y pasear por esas calles de su infancia como lo hizo Juan Ramón Jiménez en ese burro. No sé si será perpetuo o lo que vemos aquí junto a nosotros es una reencarnación. No lo sé.
Lo que sí sé es que este libro ya soltó el llanto como todo recién nacido y aquí está para ustedes “con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal”
*Reseña leída en la presentación del referido libro, la noche de este 25 de Septiembre en el auditorio de la escuela de Medicina de la Universidad de Sonora…Gracias por la invitación, mi estimado Juan Enrique.