Por Miguel Ángel Avilés*
Para el Pepe, y también para ellas cuatro.
Mi tío José regresó al puerto porque había dejado pendiente un tiempo vital que le pertenecía. Me parece verlo llegar una tarde al oscurecer cuando todos los niños del barrio jugábamos fútbol en la calle.
De ese carro se bajó un hombre desconocido para mí pero supuse que era alguien importante en la familia porque mi madre en cuanto lo vio le dio un abrazo y, creo, (pudiera yo jurarlo), que los dos se soltaron llorando.
Eran dos hermanos que tenían más de la mitad de su vida si verse y la única fotografía que tenía uno del otro era el recuerdo. El recuerdo que no querían los dos que fueran un recuerdo, el recuerdo del rancho, el recuerdo de los juegos silvestres, el recuerdo de los parientes en común. El recuerdo de una ciudad y el recuerdo de una partida borrosa que los separó por tanto tiempo.
Él se fue “pal norte” a lo mejor porque tenía ganas de conocer algo más que su propia sombra y allá, entre otras cosas, aprendió el inglés mentado y el gozoso oficio de Chef. Ella permaneció en el puerto y ahí echó raíces como esos árboles hermosos que duran para siempre. También, entre otras cosas, fue una estupenda cocinera de hogar, de esas que están en peligro de extinción.
Un día se volvieron a encontrar y cada uno bajó sus cartas para enseñar el juego que durante esos años de soledad le había brindado la vida. Fueron muchas mañanas y muchas lunas y muchas lluvias y muchos, muchísimos olores sabrosos de cocina lo que hizo posible, gracias a la pericia de ambos en el oficio, que esas dos almas se volvieran a juntar.
Fueron otras tantas cosas los que los mantuvo bien cerquita y queriéndose profundamente, pese a todo. Los dos hicieron lo posible por recuperar los años perdidos y se supieron querer con todo y que alguna vez se gruñeron uno al otro, cual debe ser, de lo contrario, nadie les hubiera creído que eran hermanos.
Una tarde reciente, como esa en que mi tío regresó del norte, un mensaje me dijo que había muerto. Recibí la noticia y me quedé serio. De pronto, en mi memoria, me pareció verlo llegar una tarde al obscurecer cuando todos los niños del barrio jugábamos fútbol en la calle. Di unos pasos, lloré en silencio y le agradecí a la vida.
*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.