Por Víctor Roura*
Dice Armando González Torres (Ciudad de México, 1964) que:
el murmullo de enfermos impide el sueño
interrumpe un presagio el descanso del inerte
en la calle, una voz tipluda augura el escarmiento:
“puedes robar al prójimo y pedir las alabanzas
puedes ser indigno y estuprar tu propia casta
puedes mentir hasta agotar toda la mentira
de cualquier modo la sanción ha sido pronunciada:
de nuestras propias larvas seremos alimento”,
Esos vislumbres son muy suyos. El poeta, acaso, de la amarga existencia, por no decir que es, Armando González Torres, un poeta maldito de los de a de veras, no revestido, no aparente, no adjetivado, En La peste (Ediciones El Tucán de Virginia, 2010) nos canta, por ejemplo, una “canción plebeya”: “Se digna en Atenas, acude sin distingos a Oriente y Occidente, es la nueva enfermedad que va matando a la gente, aleatorio destello, maldición musitada que, de pronto, ¡REPICA INTENSAMENTE! Deslízase en las manos agrietadas, instálase en las grasas insumisas, torva sonrisa es en gruesos belfos, llamarada de amor en baños de vapor con lamentables consecuencias. La conocen los turbios mercaderes, las públicas mujeres, los jóvenes despreocupados, la analizan los más sabios sacerdotes y galenos, la degustan con deleite los ínclitos gusanos. Es la nueva enfermedad que va matando a la gente”.
Para ser poeta se necesita, sólo, saber aprehender el idioma. Antes se decía que no cualquiera podía ser poeta, pues se requería una condición, la humana, que se resistiera a las convenciones. Hoy, incluso hay poetas burócratas (y poetas de altura como Jaime Sabines pidió, en corto, a su amigo Carlos Salinas de Gortari que extinguiera de un plomazo, y plumazo, a los indígenas insurrectos en su Chiapas, lo que jamás hubiera pedido cualquier poeta residente en las no convenciones). Pero Armando González Torres se ha tomado en serio la cuestión poética, y cada uno de sus libros es una volcadura a los infiernos, que es decir una rebelión a los costumbrismos del lenguaje.
Insomnes afecciones se solazan
en urbes habitadas por mentiras
una espuma prospera entre sus frases
una fiebre ceñida en su gramática
una furia escondida en sus licencias.
Pero no temas, amiga, estamos protegidos
por tu trato veraz con las palabras.
En su nuevo libro, el poeta nos vuelve a descobijar, nos vuelve a hacer sentir la oscuridad donde creíamos que había luz. La sed de los cadáveres (Centro Cultural El Juglar / Ediciones del Ermitaño) es su título: “Por la delicada red del misterio / por el sutil círculo aleatorio / que gobierna los instantes sublimes / que preside la fe, el deseo y la lágrima / por ese azar fiero o compasivo / fuimos siervos del signo sometido / inquirimos remotos alfabetos / que envilecían la lengua de la tribu / probamos con retóricas espurias / que enfermaban de labia la garganta. / Esos años de fuego convulsivo / esas tardes de ansia y paradoja / conocimos la sed de los cadáveres / y bebimos el líquido piadoso”.
Porque, finalmente, lo que busca Armando González Torres es la desesperada perfección del lenguaje; o, mejor dicho, la urgente perfección de las formas poéticas, que es lo que busca, después de todo, un poeta que se celebra a sí mismo. Y en pocas líneas se detecta la biografía de la resistencia: “Dicen que no hay palabras sin retorno, todo vuelve a bañarse en el mismo río, presos y libertos del azar contamos con el matiz, el ritmo nos gobierna y nos libera porque repetimos la misma noción, la misma nota y el mismo balbuceo”. Allí están los pormenores que acreditan al poeta: no hay palabras sin retorno y, a pesar de la gesta contraria (nadie se bañan en el mismo río dos veces seguidas), Armando González Torres asevera que todo vuelve a bañarse en el mismo río, porque las cosas no se mueven cuando las convenciones las inmovilizan. Repetimos, una y otra vez, la misma noción, la misma nota y el mismo balbuceo.
¡Y ay de aquel poeta que repita insospechadamente su balbuceo!
Quedarás cercado por la tierra, imantado de tierra, privado de aire, de altura.
Con qué puñados de polvo platicarás ahora.
Dicen que hay tierras murmurantes, que sólo profieren amenazas.
Tu reloj ahora es el flujo y reflujo de la tierra.
Ojalá / a tu humedad / le fuera devuelta / siquiera / una brizna de luz.
Pero en tu humedad ya no se reconoce ni tu más remoto recuerdo.
Eres ese àsado sin cuerpo que ahora vaga temeroso de sí.
Los buenos versos saltan como las chispas de la hoguera. ¿En qué momento rondó por la cabeza del poeta la frase: “Con qué puñados de polvo platicarás ahora”? O esta otra: “Dicen que hay tierras murmurantes” ¿En qué momento nacen las palabras, que no tienen jamás retorno, en la escritura de un poeta? Armando González Torres ha sabido elaborar un lenguaje propio, y no, no es nada sencillo lograrlo, ni conseguirlo, en el orbe poético. Por eso camina solitario, el poeta.
*Periodista y editor cultural.