La muerte está en los catres: en los colchones lentos, en las frazadas negras vive
tendida, y de repente sopla: sopla un sonido oscuro que hincha sábanas, y hay
camas navegando a un puerto en donde está esperando, vestida de almirante.
Pablo Neruda (Sólo la muerte)
Por Juan Diego González*
Bahía de Lobos es una comunidad de yaquis muy pequeña, perteneciente a Vicam. Los recuerdos que deambulan entre las teclas de la computadora y las notas tristes y poderosas del blues se remontan a una época donde la inocencia inundaba mi cuerpo, corazón y mente. No sabía leer todavía, por lo cual, concluyo mi edad entre 4 ó 5 años. Era verano porque en agosto hacíamos el viaje de Guaymas a Bahía de Lobos, en busca de camarón, el oro azul.
Los pescadores son en realidad una tribu nómada contemporánea. Según la época del año viajan a diferentes puertos o bahías en busca de la especie que llega por montones: tiburón, sierra, camarón, cabrilla, calamar gigante, pulpo, lenguado, sardina, dorado. Y los hombres de mar se mueven con toda su familia ha lugares como Puerto Libertad, Bahía de Lobos, Ensenada Chica, El Choyudo hasta Santa Rosalía y Loreto en Baja California. Precisamente por está disposición familiar a viajar, aún ahora puedo dormir en un rincón, nomás con una cobija y pongo cualquier cosa de almohada, siempre dispuesto a recibir el sol en sus primeros destellos.
Como decía, ese verano –como los anteriores- salimos a Bahía de Lobos, con la esperanza de una buena temporada de camarón. Por medio de gestiones de la Sociedad Cooperativa de Productos Marinos del Yaqui (conocida como “La Yaqui”) se conseguía un permiso especial para permanecer en territorio yaqui por unas semanas. Esa bahía es un lugar estratégico para la captura del crustáceo porque en sus aguas tranquilas se da la reproducción. Cuando llegan las lluvias de agosto, el animalito consume algo (ningún científico sabe con exactitud que es) y crece de manera significativa y después se aventura a salir a mar abierto. Sólo los yaquis pueden capturarlo en la bahía, nosotros los yoris, “allá afuera” decían y apuntaban al mar.
Contrataban un camión de redilas, de doble llanta atrás. Las mujeres subían primero. Recuerdo que las más ancianas se acomodaban en poltronas. Para las jóvenes con bebés ponían cobijas. Los niños en el vil suelo de madera desgastada y los hombres de pie. Mochilas, maletas, tendidos colgaban por fuera de las redilas. Muy de mañanita dejábamos el puerto. Algunos pescadores eran los encargados de hacer el viaje en panga y cargaban con todo el equipo de pesca. El troque se rentaba por la siempre latente posibilidad de un chubasco que acabaría en segundos con toda nuestra tribu, si consideramos olas de más de tres metros de altura y vientos como soplido de demonio. Pues ahí te vamos, sobre todo los niños encantados del circo y las mujeres rezando por el hijo, marido, hermano que navegaba en las indefensas canoas.
A medio mañana empezaba a circular la tragazón: que los burritos de machaca, las virginias con mantequilla y queso amarillo, los sándwiches, las conchitas y cochitos de dulce, las tortas de pescado con huevo, las sodas de Vita y de Pepsi… n´ombre, a los buquis nos ponían en engorda y pobre tuya si despreciabas algo: “No seas maleducado muchacho, agarra lo que te ofrecen y da las gracias” nos regañaba mi ´amá Chelo. Luego era la parada obligatoria para “estirar las piernas”… pero no era cierto, cada quien agarraba monte para miar y los más tragones corrían con el papel de rollo marca LYS en las manos. Uff, a gusto cuando liberas el cuerpo de líquidos y sólidos innecesarios. Los hombres sacaban los Raleigh para “bajar el taco” decían. A las mujeres casadas se les permitía fumar en público pero no a las solteras, aunque fueran mayores. Los muchachos no fumaban enfrente de sus papás y se alejaban lo suficiente del grupo. Nosotros, niños al fin, en busca de cachoras y si la suerte era buena, nos tocaba ver una libre orejona. Nunca vi un venado… “al otro año” me decía mi ´ama Chelo. De nuevo al troque y a seguir el viaje.
Como hacía calorcito, los hombres rápido ponían sábanas sobre las redilas para hacer sombra. Recuerdo que nos empinábamos un galón de agua, de color rojo y con el número 4 en el centro. Con que deleite pasaba el líquido fresco por nuestras bocas. Después de mediodía, Bahía de Lobos nos recibía con su caserío descolorido, paredes de madera prensada y techo de lámina negra. El arroyo que delimitaba el pobladito lo atravesábamos por un puente de tierra. Si las lluvias nos ganaban la tirada, el arroyo se llevaba el debilucho puente y a esperar hasta dos días o cruzar con el riesgo de ir a parar quien sabe donde si te atrapaba la corriente. Esa vez no hubo problema.
Los yaquis ni se asomaban a saludarnos, nomás iba uno a platicar con los mayores de nuestra tribu. Cigarro de por medio hacían un acuerdo y todo en paz. El yaqui se iba contento con varias cajetillas de Raleigh en la mano. Nunca supe si las casitas eran de nosotros o las rentaban. De hecho, como niños, nomás a tirar las mochilas y los tendidos dentro de la casita y a jugar, jugar, jugar. La inocencia te da energía para volar por encima del tinaco que estaba en el centro del pobladito, atrapar un venado cola blanca y hasta para tumbar el puente de tierra.
A media tarde, mi primo Oscar y yo corrimos en busca de agua. No sé como supimos que el galón rojo con el número 4 se encontraba detrás de la estufita de dos quemadores, colocada en una mesa más vieja que la luna. Mi primo, al darse cuenta que lo dejaba atrás me empujó ligeramente del hombro y que pierdo el equilibrio para irme a estrellar con unos tendidos. El Oscar se prendió del galón con avidez, como si fuera la última oportunidad de tomar agua… ¡Noooo!, gritó mi tía y lo alcanzó de un manotazo. El galón salió volando… pero era demasiado tarde para mi primo. El pobre Oscar se llevó las manos a la panza e intentó escupir y no pudo. Gritos de ayuda, carreras, avisos… No sabía que pasaba. Miraba a mi primo retorciéndose de dolor en el piso de tierra de la casita. Y toda la familia se arremolinaba en el corral sin atinar como ayudar.
-¿qué pasa?
-el chamaco de la Dora tomó petróleo…
-¿el César?
-No, el güerito, el Oscar
-¿Y ya sabe el Tani?
-No, su papá todavía no llega, viene en las pangas.
Entonces, mi´ amá Chelo mandó traer al Nenel (mi tío Manuel Fourcade) que había ido por leña. Mientras, acomodaron al Oscar en un catre y le sobaban el estómago. Mi tía Dora no soportó y se desmayó… otro griterío y carreras para conseguir alcohol:
-la Carmela tiene…
-no, no está muy lejos, mejor con Maura…
Mi mamá me soltó para ayudar a su hermana, la desmayada. En ese momento me acerqué a mi primo para tomarlo de la mano… le hablé pero no me oía, su cara era el dolor convertido en carne. Me quedé viendo fijamente sus ojos cerrados… entonces, por unos segundos los abrió… sus ojos no estaba ahí, en su lugar había unas canicas blancas, sin vida. Unos huecos blancos que temblaban con el movimiento de aquel cuerpo indefenso. Solté la mano de mi primo y caí sentado, horrorizado, impactado, abrumado. Miré los ojos de la muerte en esas canicas blancas. A mi corta edad comprendí que los hombres nacen para morir y que nadie puede escapar a ese terrible designio. Empecé a llorar de nuevo, asustado por mi primo que moría; pero también con el sentimiento de culpa porque a mi me tocaba agarrar el galón rojo con el número 4 en el centro; lloré porque la muerte camina entre los hombres y se los puede llevar cuando quiera…
Me limpié las lágrimas, ya no tenía caso llorar, había perdido la inocencia del niño que juega porque piensa en la vida como interminable, infinita, ilimitada. La muerte me alcanzaría, irremediablemente. Me fui a un extremo del corral como idiotizado.
Cuando llegó mi tío Nenel, mi abuela le dijo que tomará al niño de los brazos y lo hiciera girar “con todas tus fuerzas Nenel”. Así lo hizo, al poco rato mi primo vomitó un líquido negro. Mi tío lo dejó en el suelo y el Oscar siguió vomitando. “Rápido, la leche” gritó mi abuela Consuelo. A la fuerza hicieron tomar a mi primo de la botella. “Otra vez Nenel, dale más vueltas”. Al ratito vomitó leche revuelta con aquel líquido negro y después pura leche. Mi tío se sentó en el suelo mareado de tanta vuelta. Las mujeres acomodaron al Oscar en el catre. Ya para entonces mi tía Dora se recuperó del desmayo y corrió a abrazar a su hijo. Cuando lo vi desde mi rincón, la vida había vuelto a sus ojos. Todos se ofrecieron a limpiar el tiradero y la cosa no pasó a mayores, más que los pantalones vomitados de mi tío Nenel, el desmayo de la tía Dora y los dos pesos de petróleo que se perdieron.
Terminé la tarde pisando mochomos. Las pobres hormigas murieron bajo la terrible pisada de un gigante enviado por la muerte. Al final, todos somos como hormigas, trabaje y trabaje, cuidando crías, construyendo casas y ciudades, pero cuando la muerte viene, ni sabes ni piensas, ni nada, un segundo y ya no eres.
*Escritor, docente sonorense y Representante Legal de escritores de Cajeme A. C.