(A Lupita su hija y a su familia)
Recordar a esta mujer maravillosa, es viajar por el tiempo; regresar a los días felices de estudiante; a la asesoría previa a la práctica docente en comunidades de Sinaloa, donde íbamos emocionados. Sus consejos eran nuestro mejor escudo para enfrentarnos a lo que más tarde sería nuestro destino. Al evocar el tiempo de antes, me parece verla caminar con paso firme por los caminitos pedregosos de la escuela Normal de Sinaloa; entrar o salir de las aulas. Verle caminar ataviada con falda azul de medio paso, blusa de blanco impecable, o azul cielo, para no desentonar con el uniforme normalista; llena de vitalidad. Su rostro se iluminaba al ingresar al salón y disfrutar la algarabía de los futuros maestros; sin duda educar fue una de sus grandes pasiones. Con aquella sonrisa tan suya, saludaba al grupo. Era, me lo dijo alguna vez: un ser humano agradecido. La vida me ha dado tantas cosas, que nada me falta.
Puntual en sus clases; pocas veces le escuché tutear a sus alumnos. Formal, sin dejar de festejar ocurrencias de sus alumnos. La acompañábamos mientras caminaba con libros y cuadernos y material didáctico. No faltaban bromas y risas al iniciar la clase siempre amena.
Al encontrarle después de muchos años, la observé fuerte, con esa sonrisa tan natural en ella, superando un antiguo problema de salud, del cual, al decir de los médicos, tenía pocas posibilidades de vida. Su fe inquebrantable ayudó a remontar esa circunstancia difícil.
Al iniciar la charla bajo la fronda de los árboles frutales del patio de su casa paterna, en Bariometo, Sinaloa, la observé contenta; agradecida con la vida, cómo me lo dijo un día, deseando emprender nuevos proyectos en su nueva etapa de jubilada. Escuché su voz, como siempre modulada, como si iniciara una clase; sus finas manos se movían constantemente como para darle fuerza a sus palabras. La expresión de su bello rostro y su mirada profunda me hizo sentir aquella lejana sensación de ser de nuevo su alumno. En ocasiones de entrevistador pasé a entrevistado, y así conversamos por más de dos horas, entre recuerdos y bromas que la ruborizaban, pero que no eran impedimento para dejar escapar de manera espontánea la risa que mostraba su blanca dentadura. – Profesor, usted no cambia– me decía, mientras festejaba mis ocurrencias.
La maestra Graciela nació el 12 de enero de 1938; llegó a este mundo dos meses antes de que Lázaro Cárdenas expropiara las compañías petroleras. México poco a poco había dejado atrás la turbulencia de la Revolución encaminándose no sin pocos problemas a la reconstrucción nacional, buscando afanosamente estabilidad y crecimiento económico.
Pedro Montaño González y Dora Márquez de Montaño fueron sus padres (tuvo diez hermanos); realizó estudios de párvulo en su comunidad, pero por razones de trabajo su familia se trasladó a Culiacán; en la primaria Josefa Ortiz de Domínguez cursó hasta el 5º grado. De nuevo en Navolato, concluyó la primaria.
En esa entrevista hecha aquella tarde fresca de marzo, observé a mi querida maestra, recorrer las páginas de su vida; recuerdo su respiración profunda, deseando retener por siempre aquel aire primaveral aromatizado por los limoneros en flor que llenaban de vitalidad sus pulmones. Pude comprobar que aquel espacio era un lugar muy especial para ella; era como bálsamo para su alma siempre agradecida con Dios por todo lo que había recibido en su productiva vida y no me refiero a lo material, porque de maestro nadie se hace rico. Eran otros sus valores; era su riqueza espiritual y su sensibilidad trasmitida a otros en la noble tarea de educar, de compartir sus luces para que sus alumnos convertidos en maestros abrieran los ojos al conocimiento de los niños de su patria. La riqueza de la maestra Montaño Márquez era eso; dar y compartir, no creo que haya esperado algo a cambio.
Inspirada por la luz de sus recuerdos, desplegó sus alas y volvió de nuevo a su infancia, quizás para estar convencida de que su sueño de ser maestra, era real; regresó a los juegos y comparó los de hoy. Recordó a los niños que con ingenuidad jugaban a La matatena, El coyote, El matarili, El cinto escondido, Los encantados, La rabia, que lejos de limitar, despertaban su imaginación al hacer de cualquier cosa instrumentos de juego.- Eran juegos muy educativos– me comentó. Desde pequeña soñé con ser maestra; y no perdí tiempo. Terminé sexto grado, practiqué, primero observando, después impartí clase, y siendo una quinceañera logré una plaza- Me dijo mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa.
Se inició en 1954, en Los Ángeles, sindicatura de Navolato, con sueldo de ciento veinte pesos, aportado por gobierno y comunidad. Atendió grupos de primero y segundo. –Esa vivencia jamás la pude olvidar– me comentó la maestra. Sonriendo expresó: Fui una mujer muy audaz. Luego en tono serio dijo- siempre andaba buscando libros en que apoyarme, ya tenía experiencia de haber observado en el aula a la destacada maestra Conchita Galindo con su grupo de primer año. Me asesoré con maestros que tenían tiempo trabajando; sus consejos y sugerencias fueron de gran valor en la búsqueda de mejores estrategias. Poco a poco recorrí el escalafón desde maestra por cooperación y maestra rural– comentó orgullosa.
Después trabajó en Dautillos, ejido 5 de Mayo y Baricueto; luego fue invitada por la maestra Lucila Achoy a laborar a la escuela Benito Juárez.
Qué compromiso– expresó emocionada, cómo si viviera de nuevo aquel momento- volver a donde yo había terminado sexto año y realizado mis prácticas para iniciarme en el magisterio.
En 1962 se tituló con mención honorífica en el Instituto Mejoramiento Profesional. En 1963, fue nombrada directora de la escuela Pablo Macías Valenzuela, en Costa Rica; laboró en la escuela Dr. Ruperto L. Paliza, en Culiacán y en la Anexa a la Normal de Sinaloa. Por ese tiempo, Santiago Zúñiga Barrón, director de la Escuela Normal, la invitó a colaborar; la maestra Montaño estaba por terminar licenciaturas en pedagogía y literatura en la Escuela Normal Superior de Nayarit. En la Escuela Normal de Sinaloa, trabajó con grupos de segundo y tercero a los que, impartió técnicas de enseñanza. Al suscitarse problemas en la escuela Normal, trabajó por dos años en el Departamento de Investigación Pedagógica de la Dirección de Educación. Pacificados los ánimos políticos en la Normal y siendo director Reinaldo Castro Bejarano, regresó a su verdadera pasión: el aula; con los muchachos, para impartir didáctica especial, enseñanza de la lecto-escritura y matemáticas. Fue maestra de avanzada; buscó siempre innovar para llevar mejores estrategias al terreno del aprendizaje, motivando a los alumnos a reconocer sus propias capacidades. Impartió y participó en diplomados, cursos y seminarios, siempre animada por contribuir al mejoramiento profesional de alumnos y maestros.
Obtuvo primer lugar en los primeros Juegos Florales del magisterio en ensayo. Recibió la medalla al mérito Rafael Ramírez; al cumplir 34 años de servicio, sus compañeros y alumnos le tributaron sentido homenaje, que es, a decir de ella…el mejor reconocimiento que lo hace a uno ser y sentirse maestro.
Su obra poética y sus vivencias han sido recogidas en el libro Jirones de vida editado en 1998.
Después de aquella charla ya no volví a verle. La infausta noticia de su fallecimiento aquel 30 de octubre de 2005 (estoy seguro), cimbró a todos aquellos que tuvimos la fortuna de abrevar de sus conocimientos. Minutos antes de que fueran bajados sus restos mortales en el panteón de la tierra que tanto amó (Bariometo), y ante la presencia de su familia, maestros y amigos, me atreví a pronunciar algunas palabras a manera de despedida. De pie junto a su féretro, recuerdo entre otras cosas, con voz entre cortada por la emoción que me ahogaba, le dije que estábamos orgullosos de haber sido sus alumnos. Que consideraba que habíamos tratado de honrar la profesión, apoyados en sus consejos, valores inculcados y enseñanzas. Qué si la vida sólo le había dado una hija (biológica), ahí estábamos nosotros, que también éramos sus hijos; porque ella, había sido para nosotros maestra y madre; madre y maestra.
La Voz del Norte, semanario de divulgación cultural en el noroeste mexicano rinde sentido homenaje a la desaparecida maestra por su dedicación a la enseñanza y contribución en la forja de muchas generaciones de profesionistas. Por esa trayectoria profesional tiene un lugar en la galería de maestros de Sinaloa, y su nombre se guarda en el imaginario de cientos de jóvenes de aquella época que tuvimos la fortuna de ser sus alumnos.
*La Promesa Eldorado Sinaloa, agosto de 2013.