Por Víctor Roura*
En mayo de 1997 el Centro de las Artes de la Universidad de Sonora, mismo que se abriera por vez primera para dar cabida a este acto, efectuó el encuentro literario “Viajes Diversos” el cual concentró a 60 escritores, aproximadamente, del norte de la República. Los textos leídos mostraban un prisma multicolor que iban desde la formalidad exuberante hasta la drástica irreverencia (un poeta, para exhibir su pesar por la situación política, se quejaba en una poesía amargamente de Luis Dolando Colosio, recordándolo con un feroz insulto, por haber partido de este mundo a una inoportuna hora).
En su primer suplemento dedicado a las letras, la revista local Oasis publicaba una breve antología de la poesía sonorense de los sesenta, década (“truncada por la tragedia del 68”) que animó de modo inusual el arte. “La interpretación de grupos culturales tiene su origen en una larga tradición en Sonora –decía Martha Elena Munguía en su ensayo ‘Ya no estoy para rosas’ en Cuadernos de Humanidades número 4, 1989–, con intelectuales en busca de alternativas para sobrevivir en un medio hostil a las artes y los intentos por consolidarse son muchos; por ejemplo, como un antecedente inmediato a los sesenta tenemos en Nogales la lucha de Mosén Francisco de Ávila por formar un Colegio Cultural que fue integrado por poetas y la gente interesada en la literatura y las artes. Cuando Arístides Prats se hace cargo del departamento de Extensión Universitaria, integra a su equipo de trabajo al poeta Abigael Bohórquez, quien viene a alentar la actividad literaria y teatral”.
De Mosén Francisco de Ávila (1896-1963), prácticamente el primer poeta sonorense de altura que abre el siglo XX, es:
Limpio limpio el mar limpio como Tagmar
Tagmar el marinero / está bebiéndose el mar / en los ojos de Tagmar / apaga su sed el mar / El mar: / es una cuna que mece la luna / la luna nodriza / acaricia la piel de la cuna / y se duermen las olas inquietas / al arrullo del viento y la luna / Tagmar el marinero / ya se hizo a la mar / El mar: / es palabra que callan las horas / en el tiempo largo / que tiene la voz de la muerte / Tagmar no regresa / son sus ojos que vienen del mar / En el mar: / hay palabras azules como sortijas / bañadas de sueño / vestidas de ala / –verde disuelto en el aire– / granujeció la tierra / en la cueva de la cobra / la tierra mezquina de muerte / con ruido sucio de hombres / la tierra triste… / oyendo el canto verde / de los ojos de Tagmar… / El mar siempre el mar / silencio alegre de la soledad / Tagmar se fue a la mar / ojos vuelven de Tagmar / Y canta y solloza el mar…
Sin embargo, el poeta de Sonora es, sin duda, Abigael Bohórquez (1937-1996), a quien todos los sonorenses respetan, incluyendo a los más jóvenes. Con Bohórquez sucede lo que muy rara vez en el espectro literario: hay un consenso generalizado; nadie le arrebata su mérito, ni nadie –por el momento– se lo discute ni, mucho menos, nadie busca sustituirlo en alardes superfluos o esmerados. Bohórquez es, pese a su desaparición física, el poeta de Sonora:
Llanto por la muerte de un perro
Hoy me llegó una carta de mi madre / y me dice, entre otras cosas –besos y palabras– / que alguien mató a mi perro. / “Ladrándole a la muerte, / como antes a la luna y al silencio, / el perro abandonó la casa de su cuerpo / –me cuenta– / y se fue tras de su alma / con su paso extraviado y generoso / el miércoles pasado. / No supimos la causa de su sangre, / llegó chorreando angustia, / tambaleándose casi con su aullido, / como si desde su paisaje desgarrado / hubiera querido despedirse de nosotros / tristemente tendido quedó / –blanco y quebrado– / a los pies de la que antes fue tu cama de fierro. / Lo hemos llorado mucho…” / ¿Y por qué no? / Yo también lo he llorado. / La muerte de mi perro sin palabras / me duele más que la del perro que habla / y engaña y ríe y asesina. / Mi perro siendo perro no mordía. / Mi perro no envidiaba ni mordía. / No engañaba ni mordía / como los que no siendo perros descuartizan, / destazan, / muerden, / en las magistraturas, / en las fábricas, / en los ingenios, / en las fundiciones, / al obrero, / al empleado, / al mecanógrafo, / a la costurera, / hombre, mujer / adolescente o viejo. / Mi perro era corriente, / humilde ciudadano de ladrido-carrera, / mi perro no tenía argolla en el pescuezo, / ni listón ni sonaja, / pero era bullanguero, enamorado y fiero. / A los siete años tuve escarlatina / y por aquello del llanto y el capricho / de estar pidiendo dinero a cada rato, / me trajeron al perro de muy lejos, / en una caja de zapatos. Era / minúsculo y sencillo como el trigo, / luego fue admirado y displicente / al par que mis tobillos y mi sexo, / supo de mi primera lágrima; / la novia que partía, / la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio, / supo de mi primer poema balbuceante / cuando murió la abuela, / el perro fue en su tiempo de ladridos / mi amigo más amigo, “ladrándole a la muerte / como antes a la luna y al silencio, / el perro abandonó la casa de su cuerpo / –dice mi madre–: / y se fue tras de su alma –los perros tienen alma: / un alma mojadita como un trino– / con su paso extraviado y generoso / el miércoles pasado…” / Ay, en esta triste tristeza en que me hundo / la muerte de mi perro sin palabras, / me duele más que la del perro / que habla, / y extorsiona, / y discrimina / y burla, / mi perro era corriente / pero dejaba un corazón por huella. / No tenía ni argolla ni sonaja / pero tenía un girasol por cola, / y eran la paz de sus orejas largas / dos lenguas / de diamantes.
Alonso Vidal (1942-2006) es el tercer grande poeta de Sonora, reconocido también por sus pares. Con humildad, se ganó un lugar primerísimo en el estro norteño.
De metamorfosis o la copa dorada de Dionisio (fragmento)
Un aleteo de frágiles, nocturnos pájaros / abrió la secreta puerta de Orcomenos. / Dionisio sentado sobre mullido relato / alzó de vino la dorada copa, / inventando gozosos farallones / en las heridas y gastadas naves / que vagaban al garete sobre sorprendidos vidrios. / Beocia palpó el astro moribundo / de las hijas de Minias, / mientras Orcomenos construía catacumbas aturdidas / bajo el cordaje siniestro de aterradas frutas. / El aleteo de azules, diurnificadas urnas de agua / –el mar Egeo– / descorrió las sabidas puertas de Icaria. / Rota su nave festiva / Dionisio urdió engaños costeros, faros de luces / portuarias / y dibujó en el mar escaleras de sal / para trepar los maderos de desconocida barcaza. / Si tuviera el sol entre sus manos / lo haría pedazos en un instante. / La multitud de signos imprevistos / acuden por el viento / y muchas veces el golpe irrumpe / para volverse ciclón desaforado. / Es entonces cuando el cormorán decide / y le brinca el corazón a ser volcán / y llamarada. / Si tuviera en su poder la llama / escaparía por el aire para ser agua. / Sol… y olivo… custodian el cántaro / mientras en el palenque el gallo canta…
*Periodista y editor cultural.