Por Jaime Irizar Lopez *
Con el paso de los años, el efecto de la gravedad, la disminución de las hormonas y otros múltiples factores más, en el cuerpo y en la mente de toda las personas se van desencadenando una serie de acontecimientos que bien merecen una mención especial.
Me llama la atención que a pesar de tener la misma edad tanto cuerpo como mente, estos no sufren los estragos del tiempo con la misma intensidad. Los que ya hemos transitado buena parte del camino de la vida podemos constatar con fidelidad que esto es una gran verdad.
Tal parece que las horas, los días y los años se convierten en plomo que se va acumulando de manera gradual en nuestros músculos y articulaciones, de tal suerte que este fenómeno va lentificando nuestro andar, los reflejos y los impulsos naturales.
Pero hay etapas en la vida que cuando esto sucede, la mente permanece aun ágil, pero cae pronto en la cuenta de que ya no tiene un cuerpo que responde proporcionalmente a la magnitud de sus deseos.
Les recuerdo también que con la edad todo tiende a caerse: el pelo, las carnes, la piel, los dientes, los ánimos y todo lo que ustedes se quieran imaginar para no verme obligado a usar expresiones que puedan ofender oídos u ojos castos.
Mas sin embargo, tiene la edad avanzada una gracia que pocas veces es percibida con claridad: te hace filósofo a fuerzas. Cuando se tiene la fortuna de vivir mucho tiempo, multiplicas las oportunidades de ver como se va desmoronando tu generación. Miembros de tu familia, amigos, vecinos y conocidos se van muriendo y tú un poco con ellos. De manera inconsciente aprendes con las enfermedades ajenas y las propias, que tú también puedes ser objeto de ellas y tener los desenlaces fatales que creías en tu juventud, que tan solo a otros podía ocurrirles.
Repasas de manera frecuente lo vivido, te da por sacar nuevos juicios de tus viejas vivencias. Te impulsan tus experiencias a ser consejero en tu entorno, a sabiendas de que tus ideas ya no tendrán el vigor ni la fuerza suficiente para convencer a nadie, pero aun así lo intentas por que quieres honestamente ayudar y ves, en el servir a los demás, una razón poderosa para seguir viviendo.
Por razones diversas, y esto es una de las cosas buenas de la vejez, la edad te obliga a tener diálogos mas frecuentes con dios, cualesquiera que sea tu idea de El. Los años casi te obligan a abrevar en la fuente de la fe, misma que te ira pincelando cierto resplandor en tu rostro que finalmente reflejara bondad, sabiduría, serenidad, y una tranquilidad que es el producto del equilibrio perfecto de las ideas y las emociones.
Durante el caminar por la vida, la mayoría de la gentes nos vamos desprendiendo de forma gradual y natural de la soberbia, altanería, odios, rencores o de cualesquier otro sentimiento negativo que otrora nos limitó para ser feliz, y lo hacemos porque consciente o inconscientemente sabemos que pronto vamos a entrar a un nuevo proceso de reciclaje y perfección, y a estas alturas del partido, reconocemos que en todo momento eso es un lastre, pero lo es más, cuando empieza para nosotros la cuenta regresiva.
Cuando toco este tema irrumpen en mi mente libros, películas, cuentos, dichos y frases celebres de famosos que les ha dado por querer explicarse el sentido de la vida haciendo alegorías francas a la muerte.
Recuerdo fielmente la película “Macario” estelarizada por Ignacio López Tarso, misma que de niño me impactó sobremanera; también acude puntualmente a mi mente el Fausto de Goethe, los pensamientos de Jorge Luis Borges, y el cuento infantil titulado “la tía miserias” por mencionar algunos ejemplos.
Quiero hacer por último un breve resumen de este cuento que fué, al igual que lo antes expuesto, lo que en mis años tempranos me indujo a pensar en la muerte y en la vida con un nuevo enfoque, y asimismo me supieron generar la ansiedad y la angustia que de siempre me ha despertado lo desconocido, las preguntas sin respuestas y el pensar en lo infinito.
Cuentan que en un pueblo lejano de Sonora vivía hace mucho tiempo una señora que por su particular carácter y su apego a cuidar todas sus pertenencias hasta llegar al extremo de la avaricia, la conocían los vecinos con el mote de “la tía miserias”. Nunca se casó por que era desconfiada a más no poder y por ello no aprendió nunca a dar, y es en el matrimonio, como en ninguna otra relación humana, donde hace mas falta esta virtud. Ella vivía la mas cruel de las soledades, pero presumía como mecanismo de defensa, el ser adinerada y tener una gran casa con un bello jardín, en medio del cual destacaba un inmenso árbol que generoso daba al mundo las naranjas mas dulces de la región. Estas propiedades eran la admiración y la envidia de todos los habitantes del poblado y la preocupación central de la avara.
A diario doña miserias lidiaba con los múltiples niños que le robaban sus frutos, mismos que ella prefería verlos pudrirse antes que fueran consumidos por esos chiquillos latosos que según ella no respetaban su propiedad y le amargaban todos sus días.
En cierta ocasión llegó hasta su casa un peregrino cansado y hambriento que le pidió su ayuda para calmar su hambre y su sed, además le pidió un espacio que le sirviera para restablecer las fuerzas que le había arrebatado su largo caminar. Era un hombre de esos que saben hablarle al corazón de las personas. Las fibras sensibles de doña miseria fueron tocadas y ella, contrario a lo habitual de su personalidad, le dio un plato de sopa, naranjada y le permitió descansar en un sofá de la sala de su casa.
A la mañana siguiente el huésped más que satisfecho le dijo a doña miserias: en agradecimiento a tus favores poco usuales puedes pedirme a cambio lo que sea, yo te lo habré de conceder. La señora lo meditó tan sólo unos instantes y le dijo: lo que me hace más infeliz es el hecho de que los niños del pueblo se suban a diario a mi árbol y se roben mis naranjas sin recato alguno y por más que los amonesto y recrimino, sólo he recibido de su parte burlas e insultos.
Ya no se preocupe más, le dice el misterioso peregrino, a partir de hoy cuando esos niños se vuelvan a subir al árbol ya no se podrán bajar a menos de que usted toque el tronco del mismo.
Poco tiempo después de haberse dado esta charla, doña miserias escuchó los gritos que la ansiedad y el miedo sacaban de la garganta de los traviesos chiquillos cuando se percataron que no podían bajarse del naranjo.
Con una sonrisa de perversidad y complacencia dibujada en sus labios, doña miseria se acercó al árbol y compadecida por el llanto de los plebes accedió a tocar el tronco del árbol siempre y cuando juraran no volver a subirse y respetar su propiedad. Con ese acuerdo se resolvió en definitiva la situación para ambas partes.
Días después, toca enérgicamente la puerta de la casa de doña miserias una señora toda vestida de blanco que a todas luces reflejaba seguridad, convicción y carácter.
¿Quien es usted? le inquiere agriamente doña miserias. ¡Soy la muerte y he venido por ti, le contesta secamente la misteriosa visita.
¿Pero por qué yo? ¡Si a nadie le hago daño, soy una mujer sola, que cree en dios, aún soy fuerte, no me lleves por favor!
En mi encomienda, nada de eso cuenta, a cada quien se le llegará la hora y a ti, ya te llegó; así que alístate le contestó con firmeza la que no acepta recomendaciones y tiene fama de incorruptible.
Está bien acepta resignada doña miserias, pero por qué no me cumples mi último deseo.
La muerte, que sabrá Dios por que, estaba en su minuto de estupidéz, le contestó: ¡de acuerdo! dime pues que es lo que tú quieres.
Doña miserias, ladina y ventajosa como todos los avaros, le pidió le bajara de la punta del árbol la naranja más grande. La muerte tras analizar la sencillez y lo poco riesgosa de su petición, subió confiada a dicho naranjo a cumplirle su última voluntad, pero en virtud del hechizo que el peregrino había realizado, ya no se pudo bajar.
Pasaron los días y la muerte desesperada al ver que se le estaba acumulando el trabajo negoció con doña miserias lo siguiente: la dejaría para siempre en el mundo a cambio de que ella tocara el tronco del árbol y le permitiera bajar y de esta manera poder seguir cumpliendo con su importante cometido aquí en la tierra.
Es por eso que a partir de entonces “la miseria” campea en todos los pueblos y en todos los tiempos, y la muerte como siempre sigue siendo para los más pobres y oprimidos del mundo, la única opción para librarse de ella.
*Doctor y escritor.