Por Miguel Ángel Avilés*
Me acuerdo de ti como en segmentos, como en apariciones, como si jugaras a ser un fantasma y sólo me dejaras verte a ratos: en esa orilla de la cama, sentado y con tus manos apoyadas hacia atrás para agarrar aliento porque ese corazón ya estaba muy maltrecho. Te veo también al frente de nosotros, entrando al internado de la normal urbana donde trabajabas (hasta la fecha el olor a pasto húmedo, como el que ahí había, me hace recordarte). Te veo borrosamente tomándome de la mano junto con mamá para llevarme a conocer ese parque que acababan de hacer a unas cuantas cuadras de la casa. Te veo conduciendo el taxi, llevándonos al rancho. De pronto ya no hay mas, acaso aquella vez cuando le dije a mi hermana que quería verte y ella, con un temblor de llanto en todo el cuerpo, me agarro en los brazos como pudo y me puso frente a ti, así, cara a cara, y tú estabas de traje y de corbata haciéndote el dormido para siempre. Lo demás de ti es un rompecabezas que no acabo, por eso a lo mejor te invento como si te reconstruyera, como si te hubiera conocido lo suficiente hasta hacerte un viejo y apapacharte hoy todito el día. Pero no es posible lo imposible. Es entonces que recurro a la palabra para imaginar y volverte en mi memoria un patriarca verosímil. Escucha y te lo cuento:
Cuando a los taxis los identificabas por el sitio: del Salvatierra, del California, del Flecha Roja, del Triángulo Verde. Los taxis antes cobraban bien barato y dejaban subir a todos los pasajeros que quisieras. Te llevaban del centro comercial a tu casa y les pagabas bien poquito. Te llevaban de tu casa al hospital y era menos. Pero al hospital a mi casi no me llevaron porque no querían que lo viera; pero yo ya sabía lo que iba a pasar, me lo dijo diosito un día que me encontró solo y lo invité a desayunar. Platicamos mucho rato antes que llegara alguien para que no nos descubrieran. Con el pie cruzado y fumándose un cigarro me soltó la noticia; es hora que todavía no le creo. Por eso sigo yendo a buscar un taxi, el número 50 del sitio Salvatierra, para que su conductor me lleve a la playa, al circo, a los juegos mecánicos, al cine, a comprarme ropa, a ver un partido de futbol, a nadar, a las maquinitas, a las carreras de carros donde él y yo fuéramos unos bodrios: yo de piloto y el de copiloto. Él me diría cómo hacerle para triunfar para llegar primero a la meta. Pero busco el taxi y no está, lo busco a él y no está; entonces camino a pie; empiezo a creerme, resignado, la noticia que me dio mi amigo el fumador; pero de pronto siento un vientecito que pasa por mi lado: es un carro que se para más adelante. El chofer se baja, me dice que vaya, que viajemos juntos y, cuando ya estoy por subirme de copiloto, él me hace una seña, me ordena con el dedo que me ponga frente al volante. Conduce tú, me indica, yo te enseño. Aplasto el acelerador bien fuerte, como cualquier principiante. Él me pide calma, me dice que el camino de la vida hay que andarlo paso a paso. Cuando volteo no hay nadie; entonces sigo caminando por esa calle oscura, donde seguramente al final otra vez estará Dios, el mentiroso, fumándose un cigarro.
*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.